lunes, 27 de febrero de 2017




Rodolfo Vargas Rubio
 
Refresquemos la memoria con un poco de cronología. 1992 (el annus horribilis de Isabel II): los Duques de York anuncian su separación y Sarah Ferguson se exhibe con su amante. Ana, la Princesa Real, se divorcia del capitán Mark Phillips. Carlos y Diana de Gales se separan. Emerge a la luz pública el doble adulterio del Príncipe al publicarse unas conversaciones de alto contenido erótico de éste con su amante lady Camilla Parker-Bowles. Aparece una biografía sensacionalista de Lady Di escrita por Andrew Morton. 1994: el Príncipe Carlos habla de sus problemas matrimoniales en el curso de una entrevista concedida al periodista James Dimbleby y televisada por la red ITV. 1995: la Princesa Diana admite en una entrevista televisada para el programa Panorama de la BBC que tuvo un amante al que aún adora: el oficial de caballería James Hewitt, su instructor de equitación. 1996: Hewitt aparece, a su vez, en la televisión y revela detalles secretos de su relación con la Princesa de Gales, que se siente traicionada. La Alta Corte de Justicia de Londres pronuncia el divorcio de Carlos y Diana. 1997: se hace pública la relación de la Princesa de Gales con el playboy de origen egipcio Dodi Al-Fayed. Ambos mueren en accidente de coche en París, al intentar huir de la persecución de los periodistas. La Familia Real Británica conoce sus horas más bajas y es incluso criminalizada.
 
Pero, increíblemente, las tornas cambian. 2002: mueren sucesivamente la Princesa Margarita y la Reina Madre. La Reina, arropada por su pueblo en esos momentos de luto, se consuela con los agasajos del jubileo áureo de su ascensión al trono: su popularidad es más alta que nunca a una década exacta del annus horribilis. 2005: Camilla Shand, ex señora de Parker-Bowles, se casa con el Príncipe de Gales y recibe de la Reina el título de Duquesa de Cornouailles. Los hijos de su antigua rival aprueban la boda y asisten a ella. 2007: nuevo baño de popularidad para Isabel II, al celebrar 60 años de matrimonio con el Duque de Edimburgo, a diez de la trágica muerte de su ex nuera, cuya memoria ya no pesa como una amenazante losa sobre su antigua familia política y es honrada con cada vez menos ditirambo. Los esfuerzos del magnate Al-Fayed por avalar su teoría de la conspiración para explicar la muerte de la Princesa de Gales y su hijo no prosperan ni consiguen afectar a la Corona, que se prepara ya para celebrar el jubileo diamantino del reinado de Isabel II en 2012, acontecimiento extraordinario con el solo precedente de la Reina Victoria, que lo celebró en 1897, en medio de un increíble fasto, muy apropiado para el país que entonces era la primera potencia mundial y el imperio más extendido del mundo.
 
La singular historia de la Corona británica
 
La monarquía en el Reino Unido goza hoy en día de buena salud y de una envidiable esperanza de vida. A la luz de la crisis de los años noventa, cuyos principales hitos hemos reseñado, este hecho podrá extrañar a cualquiera que no conozca la Historia; en cambio, para el que sí está familiarizado con ella, entra en la lógica de la tradición de amor-odio que ha marcado desde siempre las relaciones entre los británicos y sus reyes. Difícilmente se encuentra una regia saga con más escabrosa trayectoria que la del otro lado del Canal de la Mancha.
 
Extinguida la primera casa –la de Normandía– sin haber cuajado en Inglaterra, sus sucesores los Plantagenet consolidaron lo que iba a ser una constante en la familia: el odio y las desavenencias entre sus miembros. Enrique II se lleva muy mal con su heredero Ricardo Corazón de León. Juan Sin Tierra elimina a su sobrino Arturo de Bretaña para apoderarse del trono. Eduardo I desprecia y se burla públicamente de su afeminado hijo, el que será Eduardo II, más tarde depuesto y horriblemente asesinado por una conjura de su mujer y su hermano. Ricardo II es destronado por su primo Bolingbroke, origen de la Guerra de las Dos Rosas, durante la cual los primos Lancaster y York se dedicarán a exterminarse mutuamente en una vorágine que alcanzará su culmen en Ricardo III (cuya fama criminal será abonada por Shakespeare).
 
Los Tudor, beneficiarios de la contienda, no serán menos: Enrique VII y su hijo Enrique VIII liquidan a los últimos Plantagenet sobrevivientes, que podrían disputarles el trono. El segundo, además, se dedica a coleccionar esposas, a dos de las cuales hace ejecutar (la sexta y última se salva in extremis al morir Enrique antes de poder mandarla a la Torre) y declara bastardas a sus propias hijas, que, no obstante le sucederán, aunque en medio de un clima turbulento en el que no faltan usurpaciones como la de Juana Grey (la reina de los diez días) y nuevas ejecuciones. Isabel I no duda en hacer juzgar por su Parlamento títere –en un acto inaudito– a su prima María Estuardo, que es una reina consagrada, sentando así un terrible precedente que servirá a Oliver Cromwell para hacer rodar la cabeza de Carlos I, nieto de María y víctima de las ambiciones de una emergente burguesía que aspira al poder en Inglaterra y proclama la República.
 
El llamado Protectorado de Cromwell –en realidad, una dictadura puritana, que es la peor de las dictaduras– dura poco más de una década, el tiempo suficiente para que el pueblo inglés se aburra soberanamente y, harto, reclame la vuelta de sus antiguos “tiranos”. La Restauración le proporciona el divertido espectáculo de la corte de Carlos II, que mantiene, a guisa de sultán, un auténtico harén en el que la rivalidad de las dos queridas principales (una católica y la otra protestante) hace las delicias de todos. Menos amable es la conspiración de la que es objeto el católico Jacobo II, que es destronado por la nada gloriosa Revolución de 1688, la cual hace reyes a la hija de aquél y a su yerno. A la Reina Ana, célebre por sus amores equívocos y tormentosos con sus favoritas, le suceden los Hannover.
 
Jorge I, el menos inglés de los monarcas británicos (sólo hablaba alemán) y el más antipático, mantuvo pésimas relaciones con su hijo y sucesor el Príncipe de Gales, lo cual se convirtió en una costumbre infaltable en cada generación: así, Jorge II se llevaba mal con el príncipe Federico; el hijo de éste, Jorge III, se detestaba con el Regente, que se convirtió en Jorge IV y cuyas desavenencias conyugales con Carolina de Brünswick guardan una gran semejanza con las que dos siglos más tarde protagonizarían Carlos y Diana de Gales, quienes, aunque se zahirieron mutuamente con encono, no llegaron al aborrecimiento cordial que hizo que el rey Jorge hiciera cerrar las puertas de la abadía de Westminster en las narices de su consorte para que ésta no fuera coronada junto con él, con el natural y descomunal escándalo consiguiente. Los hermanos de Jorge IV constituían un muestrario lamentable de indolencia y degeneración que hizo patente cuán verdadero es a veces a aquello de “renovarse o morir”. La Reina Victoria introdujo sangre nueva en la Casa Real, pero, a pesar de su personal virtud y la moral burguesa que popularizó siguiendo los pasos de Luis Felipe I de los Franceses, los hábitos inveterados de la familia continuaron. Su esposo el príncipe consorte Alberto de Sajonia-Coburgo y Gotha se llevaba a matar con su hijo el Príncipe de Gales, un dandy al que su alejamiento de la política y la longevidad de su madre no permitieron mostrar su valía, aunque diera su nombre al período llamado eduardiano, el último resplandor antes de la general débacle que fue la Gran Guerra, que barrió muchas coronas y constituyó la liquidación de un mundo y de una forma de pensar, de sentir y de vivir.
 
El sucesor de Eduardo VII, Jorge V, no había gozado de las simpatías de su padre, pero tampoco las prodigó a su hijo Eduardo, Príncipe de Gales, que había heredado de su abuelo el dandismo y el gusto por las aventuras amorosas (aunque bien es verdad que ambidextras). Convertido en Eduardo VIII, provocó un remezón institucional en el Reino Unido por su empeño en casarse con una plebeya estadounidense doblemente divorciada y su decisión de abdicar si no se le permitía, como así fue. Al duque de York, su hermano y sucesor, la corona le vino como una pesada carga, para la que no se sentía capacitado. Su fortuna fue contar con dos mujeres de carácter como fueron su madre la reina Mary y su esposa la reina Isabel, los auténticos puntales del trono. No faltaron en el marco de una Inglaterra austera y escarmentada por el affaire de la abdicación algunos episodios picantes, como la relación homosexual del apuesto duque de Kent con Noel Coward y las aventuras extramaritales de la esposa de aquél, la princesa Marina (nacida de Grecia), con la que formaba una pareja que hoy se llamaría liberal.
 
En la generación siguiente –que es la de Isabel II–, la que dio la nota fue la desdichada princesa Margarita, sacrificada inútilmente a la razón de Estado en un tiempo en el que ya empezaban a aflojarse las riendas formales que habían tenido a la Monarquía a cubierto. Para que no se casara con un oficial divorciado, se la dio un marido guapo pero anodino, que ni siquiera pertenecía a la nobleza. El fracaso matrimonial estaba cantado y nadie se extrañó del divorcio que sobrevino en 1978, después de años de infidelidades mutuas y notorias. La hermana de Isabel II fue mucho más inteligente de lo que su aparente frivolidad anunciaba, como lo atestigua Gore Vidal, con quien tuvo amistad, pero es más conocida por sus tórridas veladas en la caribeña isla Moustique.
 
Bien se ve por el breve pero enjundioso recorrido a través de la crónica escandalosa de la Casa Real británica a lo largo de la Historia, que los disgustos que han dado sus hijos a la Reina distan de ser cosa rara y extraordinaria. Pero no deja de ser cierto que, por menos de eso, otra dinastía que no fuera la inglesa ya habría sucumbido. Cabe, pues, preguntarse a qué se debe esta supervivencia de la institución que ya superó una abolición y no parece abocada de momento a sufrir una segunda. La respuesta hay que buscarla en dos importantes factores: uno permanente y el otro circunstancial (o providencial, según se mire). El permanente es el peculiar carácter del pueblo británico, que se mantiene monárquico a pesar de todo, entre otras posibles causas, gracias a su proverbial flema (que le permite no sorprenderse de nada), a su sentido práctico (que le hace indulgente si a la larga los resultados son positivos), a su orgullo nacional (que necesita encarnarse en símbolos vivientes) y a su inveterado gusto por la ceremonia y la pompa (impensables en una república). El factor circunstancial o providencial es la aparición de un individuo extraordinario en el momento adecuado, que expía y hace olvidar los desvaríos del pasado: fue el caso de la Reina Victoria y es el caso de Isabel II, que ha invertido tan bien su capital humano, que su sucesor podrá permitirse el lujo de vivir de los dividendos de su enorme prestigio personal. God save the Queen!

0 comentarios:

Publicar un comentario