viernes, 9 de febrero de 2018





La figura del papa Pío XII es una de las más controvertidas del siglo XX. Para una gran parte de la opinión es “el Papa que colaboró con los nazis”. Sin embargo, la realidad de los hechos parece apuntar en sentido exactamente contrario, y así fue reconocido por voces indiscutibles en el momento de su muerte, el 9 de octubre de 1958. A un año del cincuentenario de su fallecimiento, ha comenzado una serie de actos para recuperar la memoria de Pío XII. Es un buen momento para recordar quién fue el papa Pacellli, y también para reflexionar sobre la mecánica de la calumnia.

Por Rodolfo VARGAS RUBIO
Decía sir Francis Bacon, barón de Verulam: “Audaciter calumniare semper aliquid haeret”, lo que en romance equivale al célebre “Calumniemos, calumniemos, que algo siempre quedará” de Beaumarchais (frase erróneamente atribuida a Voltaire, pero que no desdeciría de este gran manipulador de la opinión en el siglo XVIII). Si hay alguien en quien esta consigna se ha cebado con especial encarnizamiento, ése es sin duda el papa Pío XII. Precisamente, su figura cobra actualidad al haber anunciado el Sodalitium Internationale Pastor Angelicus el inicio de una serie de actos que se llevarán a cabo, a partir de hoy, en diferentes lugares y hasta el 9 de octubre del próximo año, en conmemoración del cincuentenario de su muerte, en el marco de lo que podríamos llamar un “año jubilar pacelliano”.
Así nació la calumnia
Cuando en 1958 Eugenio Pacelli exhaló el último suspiro en la villa papal de Castelgandolfo, el sentimiento de duelo fue unánime y ya no sólo en el seno del Catolicismo, sino por parte de personalidades ajenas a la Iglesia en todo el mundo. Pongamos unos cuantos ejemplos significativos y nada sospechosos de parcialidad. El presidente estadounidense Eisenhower –de confesión presbiteriana– declaró: “El mundo ahora es más pobre después de la muerte del Papa Pío XII”. Golda Meir, ministra israelí de Asuntos Exteriores, dijo: “Lloramos a un gran servidor de la paz que levantó su voz por las víctimas cuando el terrible martirio se abatió sobre nuestro pueblo”. El político izquierdista y hombre de Estado francés Mendès-France (de origen sefardita) afirmó: “Quienquiera que se ha acercado al Papa se ha asombrado por su valor como estadista, cuya acción se extiende sobre uno de los periodos más dramáticos de la historia. No se puede olvidar que en el ardor de su fe, la adhesión a la paz fue uno de los constantes valores de su pontificado”. En fin, y por no multiplicar las citas, he aquí las palabras del rabino Jacob Philip Rudin, presidente de la Conferencia Central de Rabinos Americanos: “Nos unimos con profunda conmoción a los millones de miembros de la Iglesia católica romana por la muerte del papa Pío XII. Su amplia simpatía por todos, su sabia visión social y su comprensión hicieron de él una voz profética por la justicia en todas partes. Que su recuerdo sea una bendición para la Iglesia católica romana y para el mundo”.
Cinco años después, una pieza teatral estrenada en Berlín consiguió girar las tornas y el que hasta entonces había sido considerado un gran hombre a la par que un gran Papa, se convertía de repente en un personaje vituperable al que se acusaba de pusilanimidad, cinismo, oportunismo y filonazismo, culpable de un silencio y una pasividad cómplices de la Shoah. Die Stellvertreter (El Vicario), del alemán Rolf Hochhuth, era una obra de ficción, pero cayó como una bomba atómica sobre la bien asentada reputación de Pío XII. Esto sería incomprensible si no tuviéramos en cuenta el influjo de la literatura en el imaginario colectivo. Un buen ejemplo lo constituye el caso de otro papa sobre el que grava una persistente leyenda negra: el valenciano Rodrigo de Borja, que reinó como Alejandro VI y cuyo sólo nombre evoca siniestras historias de envenenamientos, incestos y traiciones a pesar de no haber sido un personaje ni mejor ni peor que sus inmediatos predecesores y sucesores, ni que otros príncipes de su tiempo. Fue, eso sí, más listo y afortunado, lo cual rara vez se perdona a un hombre poderoso. Una propaganda insidiosa se cebó en su persona y en su familia, naciendo así el prejuicio que hizo de una de las más ilustres dinastías del Renacimiento una monstruosa saga, que ni los más serios estudios contemporáneos han conseguido desmitificar. Y es que, salvo los especialistas, nadie lee ediciones críticas de fuentes, ensayos documentados o sesudas monografías; el tópico creado por la Literatura (especialmente la de la Ilustración y la Romántica) resiste con la fuerza que tiene la narración directa y efectista.
Lo mismo pasa con Pío XII, con la diferencia que en vida nunca fue atacado (como lo fue Alejandro VI), ya que no dejó resquicio a la maledicencia por lo irreprochable de su conducta. Sus enemigos –que los tuvo– se guardaron bien de ello, esperando una oportunidad propicia una vez que hubiera desaparecido. Ésta llegó, como hemos visto, con el estreno de El Vicario. Entonces arreciaron las críticas y los acerbos comentarios antipacellianos, no obstante los aplastantes testimonios que demostraban que Pío XII, contra lo que se sostenía en el drama de Hochhuth, sí intervino y eficazmente a favor de los perseguidos, de la mejor manera en que las gravísimas circunstancias sin precedentes de la Segunda Guerra Mundial se lo permitieron. Un solo dato –entre los innumerables que podríamos citar– basta para demostrarlo: el teólogo y diplomático judío Pinchas Lapide, cónsul israelí en Milán entre 1956 y 1958, calculó que unos 850.000 judíos fueron salvados gracias a Pío XII, directa e indirectamente. Viniendo de quien viene, el argumento no puede ser más fiable y la información no ha sido hasta ahora desmentida ni rebatida.
Calumnia, que algo queda
Sin embargo, han continuado escribiéndose libros tendenciosos e infamantes contra el Papa Pacelli, con tanto éxito editorial como falta de rigor histórico. El más reciente y de mayor y más inmerecida fama es el que tiene por autor al ex seminarista británico John Cornwell y que lleva el insidioso título de El Papa de Hitler, obra plagada de crasos errores históricos y en la cual no se sabe si hay más mala fe que ignorancia. Afirma Cornwell que investigó en el Archivo Secreto Vaticano y tuvo a la vista los testimonios del proceso de beatificación de Pío XII, pero no aporta ninguna prueba documental en apoyo de su tesis, que coincide extrañamente con la de Hochhuth. Cualquier investigador serio sabe que hace décadas se publicaron, por orden de Pablo VI, las Actas y Documentos de la Santa Sede relativos a la Segunda Guerra Mundial, edición preparada con esmero genuinamente jesuítico por tres sacerdotes de la Compañía, de los cuales sobrevive el R.P. Pierre Blet, colaborador del beato Juan XXIII y especialista en historia de la diplomacia pontificia. Últimamente y por disposición de Juan Pablo II, se desclasificaron otros archivos como los correspondientes a las nunciaturas de Munich y Berlín, en las que el entonces Monseñor Pacelli ejerció la representación de los papas Benedicto XV y Pío XI sucesivamente. Todo este ingente fondo documental no interesa a los que tienen una idea preconcebida acerca de Pío XII y no interesa por la sencilla razón de que hasta ahora no ha emergido absolutamente nada en apoyo de sus planteamientos.
Hay que reconocer, empero, que la campaña calumniosa contra este Romano Pontífice encontró desgraciadamente un terreno abonado en el propio campo católico. No eran pocos los que se sentían invadidos de un espíritu de revancha contra el hombre que los mantuvo a raya férreamente para que no contaminaran a la Iglesia con sus novedades deletéreas: los neomodernistas (a los que atajó con la encíclica Humani generis), los seguidores de la herejía antilitúrgica (desautorizados por la Mediator Dei); los socialistizantes (cuyo experimento de los curas obreros se estrelló contra la firmeza de Roma), los partidarios del diálogo y la colaboración pragmática con el comunismo (sobre los que pendía la excomunión del Santo Oficio de 1949). Muchos de ellos esperaban la muerte de Pío XII como agua de mayo y, cuando ésta se produjo, cayeron sobre los augustos despojos como bandada de buitres, aunque se cebaron en ellos sibilinamente.
Fueron los mismos que acuñaron el apelativo de “Papa Bueno” para referirse a Juan XXIII, el inmediato sucesor de Pacelli. De la justicia de la expresión no cabe dudar, por supuesto, ya que Angelo Giuseppe Roncalli ha sido beatificado, pero es lícito preguntarse si tanto insistir en esa bondad no era, en realidad, un dardo envenenado contra su predecesor, como si Pío XII hubiese sido un papa malo. Otro dato significativo: se insiste machaconamente en el supuesto “silencio de Pío XII” (silencio, por otra parte, útil para ocultar una acción positiva y eficaz de ayuda a los perseguidos), pero se pasa por alto el silencio de Juan XXIII sobre el comunismo, silencio tanto más grave cuanto que el Papa Bueno no se hallaba condicionado por una situación de guerra y ocupación como la que hubo de afrontar Pío XII (que estuvo a punto de ser deportado por los nazis). El Papa Roncalli no sólo calló personalmente, sino que también amordazó al Concilio Vaticano II, en cumplimiento de los acuerdos a que llegaron respectivamente los representantes papales Mons. Willebrands y el Cardenal Tisserant con el metropolita ruso Nikodim en 1962, y según los cuales Moscú enviaría al observadores de la Iglesia Ortodoxa (por entonces totalmente infeudada al régimen soviético) al concilio, a cambio de que éste no se pronunciara sobre el comunismo, caso inaudito en la historia de los concilios ecuménicos. Cierto es que el cándido e ingenuo Juan XXIII lo haría quizá para no empeorar la dura situación que padecían los creyentes detrás de los telones de acero, de bambú y de agua, pero el mismo argumento vale a fortiori para Pío XII y vemos, en cambio, que en su caso no cuenta. Es el eterno doble rasero de la moral de los sedicentes progresistas y tolerantes.
Afortunadamente, Pío XII no necesita vindicadores ni apologetas: basta su ingente legado y la voz de las conciencias de todos aquellos que se beneficiaron de su valiente y bondadosa acción y las de sus descendientes. Ésos son sus méritos ante el tribunal de Dios, que, en definitiva, es el único que cuenta.



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