sábado, 14 de julio de 2018




De la pluma de nuestro colaborador Rodolfo Vargas Rubio

Se ha hecho célebre la respuesta que dio a Luis XVI el duque de La Rochefoucauld-Liancourt, gran maestre del Guardarropa del Rey, cuando le preguntó si los disturbios de París del 14 de julio de 1789 eran una revuelta: “No Sire, una revolución”. Revueltas –y serias– las había habido en Francia en el pasado: en 1358, en plena crisis provocada por la Guerra de los Cien Años, la de los campesinos, conocida como la Jacquérie; en 1628, la de los hugonotes en La Rochelle; entre 1648 y 1652, la de la Fronda, parlamentaria y aristocrática; en 1702, la de los Camisards, contra las “dragonadas” que siguieron a la revocación del Edicto de Nantes; en fin, la de los parlamentos otra vez en 1770, contra la reforma de Maupeou, que provocó su disolución por Luis XV al año siguiente. Sin embargo, aunque se había tratado de intentos de subvertir el orden sobre el que reposaba la sociedad francesa, no se había pretendido cuestionar el sistema mismo, sino modificar el equilibrio de las distintas fuerzas de las que éste constaba. La frase del duque de La Rochefoucauld-Liancourt, si fue efectivamente pronunciada, era exacta y manifestaba la existencia de un movimiento sin precedentes en cuya vorágine iba a ser tragado el Antiguo Régimen.
Se ha querido ver en las revoluciones inglesas de 1648 y 1688 sendos precedentes a la francesa de 1789. Aunque el ataque al principio de la legitimidad regia es el mismo en las tres, no ha de olvidarse que en Inglaterra se trató simplemente de la transferencia del poder de la Corona a la aristocracia mediante la sumisión forzosa de aquélla a ésta. La Guerra de los Cien Años (1337-1453) y la de las Dos Rosas (1455-1485) habían diezmado a la nobleza del otro lado del Canal, poniéndola a la merced y al capricho de los reyes Tudor, que redujeron al Parlamento a sumisión (sumisión por lo demás interesada, porque las grandes familias inglesas se beneficiaron del expolio de la Iglesia Católica bajo Enrique VIII, Eduardo VI e Isabel I, volviendo a ser de este modo, y aun más que antes, grandes propietarios). Bajo los Estuardo, las fuerzas de la nobleza se sintieron lo bastante fuertes como para desafiar el poder de la Corona (paradójicamente por el tiempo en el que Jacobo I y VII, el rey teólogo, acababa de proponer su teoría sobre el poder divino de los monarcas, la más acabada expresión del absolutismo). Lo hicieron en 1648, capitaneadas por Cromwell, que destronó y cortó la cabeza a Carlos I (el infortunado nieto de María Estuardo). Pero Inglaterra se aburrió de la puritana dictadura republicana y devolvió el trono a la dinastía. No por mucho tiempo. En 1688, Guillermo de Orange se puso al frente de la llamada Glorious Revolution, que mandó al exilio definitivo a los Estuardo y sancionó el triunfo definitivo del régimen aristocrático en la Gran Bretaña e Irlanda, donde desde entonces una oligarquía propietaria se encargó de gobernar mientras a la Corona se le dejaba tan sólo la pompa y circunstancia.
En Francia, en cambio, se trató de algo distinto, más profundo y de más alcance, que iba a trastornar no el sistema político de un país, sino también el orden y las ideas sobre las que se asentaba la propia Civilización Occidental. Todo había comenzado como un problema financiero de carácter coyuntural en un país que era el más próspero y avanzado de Europa (la idea de una Francia sumida en la injusticia y el atraso es un mito). Un rey muy bien intencionado como Luis XVI, imbuido de las ideas humanitarias de bienestar y beneficencia que estaban de moda en la segunda parte del siglo XVIII, recurrió a una vieja institución de la monarquía capeta y convocó los Estados Generales, es decir la reunión de los tres órdenes que conformaban la sociedad: el clero, la nobleza y el pueblo llano. Desde 1614 no se había reunido esta asamblea y los tiempos no aconsejaban convocarla a menos que se tuviera la certeza de poder controlarla, cosa que hubiera podido hacer el enérgico Luis XV (que no era un indolente como se lo ha querido representar), pero no su nieto, rey muy feneloniano, carente del temple que exigían las circunstancias. Sin quererlo, Luis XVI puso en marcha una maquinaria que todo lo arrolló, como si hubiera cobrado vida propia con un afán destructor, algo así –y perdónesenos el anacronismo– como una rebelión robótica. Pero la Revolución no surgió por generación espontánea. Se hallaba ya planteada en los escritos de los autores del Iluminismo, en la filosofía política importada por ellos de Inglaterra, en la alegre e irresponsable inconsciencia de una nobleza libertina y olvidadiza de sus deberes a la que fascinaban las ideas de moda por el gusto mismo de la moda, en las secretas ambiciones de poder de una emergente burguesía (que, sin embargo, debía su fortuna a la monarquía, que le había dado carta de libertad en desafío del feudalismo).
Libertad, Igualdad, Fraternidad. Derechos del Hombre y del Ciudadano. Los revolucionarios creían haber descubierto la rueda y ésta estaba descubierta hacía ya siglos. Estos principios no son otros que los que el Cristianismo predicó desde su nacimiento en Galilea y extendió benéficamente a todo lo largo y ancho del Imperio Romano, mediante la difusión del Evangelio. Libertad, la santa libertad de los hijos de Dios, que consiste en la capacidad de obrar el propio deber sin coacción y por convicción y que no es de ningún modo realizar el propio capricho o el del tirano de turno. Igualdad, la igualdad fundamental de naturaleza que existe entre todos los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios; la igualdad moral, que surge de la misma finalidad que tienen todos los seres humanos y de los mismos imperativos de hacer el bien y evitar el mal; la igualdad sobrenatural de los que viven la misma vida de la gracia. Fraternidad, la fraternidad de los que reconocen en Dios a un mismo Padre y se reconocen mutuamente, en consecuencia, como hermanos; la fraternidad que nace de la solidaridad, del amor y de la abnegación; la que no ve al hombre como un lobo para el hombre o como un competidor con el que hay que pactar por fuerza para no ser atropellado por él. Derechos del Hombre, que surgen como correspondientes de los deberes. Los hombres tienen derechos porque tienen deberes. No se comprende una cosa sin la otra. Derechos del Ciudadano, ya los predicó la Iglesia resumiéndolos en un concepto hoy por desgracia olvidado: el bien común, que es la razón de que el Estado exista. Los ciudadanos tienen derecho a exigir de sus gobernantes que administren el Estado en vistas al bien común, según el criterio de la justicia: la conmutativa, la distributiva y la social. Para enterarnos de todo esto no hacía falta, pues, la Revolución. Lo que pasa es que ésta subvirtió el verdadero sentido de estos sagrados principios, los bastardeó y los impuso por medio de sus contrarios: el sojuzgamiento, la discriminación, el fratricidio, decretos arbitrarios, leyes draconianas y el aplastamiento del bien común para el beneficio de un sector determinado del cuerpo social.
Ya es hora de que digamos alto y claro que la Revolución Francesa no es un acontecimiento del que la Humanidad pueda estar orgullosa, ni el 14 de julio, su fecha emblemática, algo que haya que celebrar. En todo caso sí que debería conmemorarse como ejemplo de hasta dónde pueden llegar las pasiones humanas desencadenadas y privadas del freno de la razón y que no se debe repetir. Ya en otras ocasiones hemos mostrado cómo la toma de la Bastilla, lejos de ser un símbolo encomiable constituye una vergüenza que más valdría que se cubriera, como la desnudez del ebrio padre Noé. Porque ese día de 1789, el pueblo francés fue emborrachado, pero de sangre, de fuego, de violencia, triste presagio de los amargos y negros días que no tardarían en llegar. El mundo quedó horrorizado en los años setenta del siglo pasado con unas fotos en las que se exhibían presuntamente soldados del ejército colonial portugués con cabezas de angoleños clavadas en las bayonetas de sus fusiles. Pues bien, el 14 de julio de 1789 fue precisamente lo que se vio pasear por las calles revolucionadas de París: las cabezas de pobres funcionarios sin otra culpa que el cumplimiento cabal del deber, clavadas en las picas de los exaltados criminales y caníbales a que dio rienda suelta el desorden, planeado y dirigido desde los clubes políticos. Sin embargo esto no produce la repulsa de los republicanos, descendientes y sucesores de los jacobinos, que cada año festejan la nefasta fecha como si fuera una conquista de la Humanidad.
No olvidemos el balance de la aventura revolucionaria: el saldo bien ha merecido que se escriba de ella todo un libro negro (que ya en su momento tuvimos el honor de reseñar). Abolición de un sistema político razonablemente estable y respaldado por la Historia, que dio paso a dos siglos de fluctuaciones y desórdenes. Aparición del fenómeno del terrorismo, el más grave flagelo actual del género humano. Perpetración del primer genocidio programado de la Historia: el de la Vendée, paradójicamente aún no oficialmente reconocido y por el que no se ha pedido perdón a los descendientes de las víctimas y a las regiones mártires (en una época singularmente afectada por el complejo de culpa). Persecución religiosa cruenta: la primera sistemática de los tiempos modernos desde el poder. Supresión de los gremios y corporaciones y de la noción del justo precio para dar paso al liberalismo económico, basado en las inicuas leyes del mercado (hoy se redescubren los valores del comercio justo como una alternativa válida al callejón sin salida del capitalismo globalizado). Imposición de la uniformidad legal (derecho escrito), con desprecio de las tradiciones jurídicas particulares, que conformaban una legítima y más humana diversidad (derecho consuetudinario). La codificación forzosa de todo el aparato legal fue un instrumento más de dominio para el poder y el vehículo de una política de policía a su servicio. Las Guerras Napoléonicas, que acabaron con la sabia política europea de equilibrio, inauguraron la era de las grandes conflagraciones y acabaron con la vida de millones de personas. La importación a gran escala de los principios revolucionarios, convertidos en premisas de consecuencias más deletéreas y destructivas: el nazismo totalitario y el comunismo marxista, en efecto, fueron hijos de la Revolución y ya se sabe el coste en sufrimiento, sangre y vidas que estos inhumanos sistemas significaron.
La Revolución cambió la faz de Francia y de Europa, también la del resto del mundo en diferente medida. Mucho nos tememos que no haya sido para mejor. Tenemos regímenes representativos y democráticos, pero precisamente 1789 es la prueba de que el pueblo puede ser manipulado y equivocarse miserablemente. Hoy nuestra civilización es una civilización de muerte, que predica y apoya la muerte: la de los inocentes (el aborto), la de los más indefensos (la eutanasia), la de la justicia (la indefensión jurídica ante la delincuencia), la de los más pobres (el capitalismo liberal salvaje), la de los desheredados de la Tierra (no queremos que vengan los inmigrantes, pero tratamos y comerciamos con sus opresores), la del sentimiento religioso (el laicismo, que es sólo un disfraz del ateísmo). Y curiosamente lo hace en nombre de la sociedad del bienestar, el mismo mito de los iluministas. Es la triste herencia del 14 de julio y, sinceramente, no es para estar orgullosos.

Fuente : https://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=2527

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