por Ignacio Crespí de Valldaura*
El perspicaz visionario Aldous Huxley, en su obra Un mundo feliz, anunció que el poder legalizaría distractores y placebos de dudosa moralidad –entre ellos, leyes de libertinaje sexual- para arrebatar al pueblo otros derechos, sin que éste notase pérdida alguna. Alexis de Tocqueville auguró esta práctica en La democracia en América y la película Cuando el destino nos alcance, protagonizada por Chartlon Heston, también, vaticinó este fenómeno.
Se da la casualidad de que el Gobierno de Sánchez pretende aprobar la eutanasia casi al mismo tiempo que unas dolorosas subidas de impuestos. Tenemos, además, el precedente de que las leyes relativistas de Rodríguez Zapatero coincidieron con la aprobación de medidas poco susceptibles de buen recibimiento. Y a esto, cabe anexarle o agregarle similares experiencias con presidentes anteriores, con independencia del signo y color político que ostentasen.
Escarbando en los anales de nuestra historia democrática y buscando en el baúl de los recuerdos, he podido comprobar que esta táctica de obsequiar al pueblo con una ley basada en el libertinaje moral para arrebatarle un derecho sin que lo note se cumple a rajatabla. Por ejemplo, el divorcio salió a flote en la misma coyuntura que se confería amparo legal al despido libre. Verbigracia, el aborto fue aprobado justo al mismo tiempo que se emprendía el desmantelamiento de nuestra industria, y el matrimonio gay vio la luz del sol en concurrencia temporal con la introducción de unas reformas laborales que dinamitaban los derechos de los trabajadores y que anegaban su provenir.
Incluso el pensador Herbert Marcuse, prócer e icono intelectual de la revolución de Mayo del 68, concluyó que la liberación sexual apaga los ardores de protesta y mina las ansias rebelión, puesto que el libertinaje concupiscente despoja al hombre de su genuina energía erótica, germen de la actividad artística y cultural. A esta teoría, la bautizó con el enrevesado y alambicado término de “desublimación represiva”.
Hasta el mismísimo Sigmund Freud, el estandarte por antonomasia de la liberación sexual (también, malinterpretado adrede y con artificio por algunos autores), reconoció que la sexualidad necesitaba determinados controles y frenos para no obstaculizar el desarrollo de la civilización humana.
Todo lo dicho desmonta con elocuencia aquella teoría del pensador Wilhem Reich, consistente en que lo que él entiende por “represión sexual” anula la capacidad de protesta y rebelión, cuando sucede diametralmente lo contrario. El ordo amoris, o amor ordenado, es lo que sienta los cimientos de una sociedad sólida, implacable e impermeable a las burdas manipulaciones del presente y a las teologías laicas, los engañabobos de los tiempos modernos.
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