sábado, 4 de agosto de 2018




El primer día de este julio un matutino porteño, en su sección dedicada a cartas de los lectores, publicó una titulada “El nuevo deber”. Su autor es un eminente jurista, además de escritor prolífico y poeta: Héctor Negri, ministro decano de la Suprema Corte de Justicia de la Provincia de Buenos Aires. El argumento resulta complejo para los legos como yo, pero –y eso alcanzo a comprender- de una lógica implacable, apoyada en la autoridad de un experto indiscutible. Me permito glosarlo: “a todo derecho subjetivo concierne el correlato de un deber”, ya que las determinaciones del derecho son siempre bilaterales. “Entonces, al derecho de abortar que se está en trance de reconocer a la mujer embarazada, corresponde como deber correlativo, impuesto a la persona por nacer que ella gesta en su seno, el deber de morir. Si el Senado completa la media sanción del proyecto votado por los diputados, surgirá “una obligación pasivamente universal”; será esa la situación jurídica propia del niño. “Le corresponde personal e intransferiblemente”, en suspenso hasta que se tome la fatal decisión de eliminarlo; en provisorio suspenso, aunque tal determinación esté “sujeta a la condición potestativa de una voluntad unilateral”. Si la mujer, mediante el derecho a abortar, puede matar al bebé, éste tiene la obligación de morir. Lo llamo bebé para darme el gusto de escandalizar, pero sobre todo porque este nombre manifiesta la verdad, la realidad personal del fruto de la concepción, sea el embrión en su estadio inicial, o el feto en cualquiera de las etapas de su desarrollo.
         La fuerza de ese deber –entiende el Dr. Negri- excluye la posibilidad de un indulto presidencial. Añado que, si tal indulto fuera posible, difícilmente ejercería la atribución el actual presidente, pues ya ha anunciado que si la ley abortista se aprueba en el Congreso, él no la vetará. ¿Por qué habría de indultar al obligado a morir en virtud de esa ley? Remate del argumento: “este deber de morir es un nuevo capítulo del derecho positivo, tal como se lo concibe y legisla en nuestro país”. El derecho, entonces, dejaría de ser el resguardo inconmovible “de la dignidad humana, que encuentra en la vida su dimensión inicial”.
         Las precisiones jurídicas antiabortistas abundan en el presente de nuestra legislación; se puede afirmar entonces que una ley que autorizara el aborto cambiaría el paradigma jurídico de la República. ¿Cómo podría compatibilizarse con la Constitución Nacional de 1994? Su artículo 75, inciso 22, declara que los convenios internacionales acogidos en el texto tienen jerarquía constitucional, y deben entenderse como complementarios de los derechos y garantías reconocidos por nuestra Carta Magna. El Pacto de San José de Costa Rica o Convención Americana sobre Derechos Humanos, aprobado por la Ley 23.054, establece el respeto a la vida humana a partir del momento de la concepción. La Convención de los Derechos del Niño, de la ONU, fue asumida mediante la Ley 23.849, la cual, en su artículo 2 incorpora esta declaración: la República Argentina entiende por “niño a todo ser humano desde el momento de la concepción y hasta los 18 años de edad”. En su Preámbulo, aquella Convención proclama la protección legal de los niños, “tanto antes como después del nacimiento”.
         Es una pretensión desesperada recurrir al aborto para solucionar problemas sociales y culturales innegables, pero es más grave, es una prevaricación, instituirlo como un nuevo derecho. Esto en una presunta democracia, “moderna” y “progresista”. Sería un baldón histórico, y habría que pagarlo algún día. Es patético comprobar que muchos legisladores ignoran el sentido del derecho. Recientemente, el presidente del bloque justicialista del Senado Nacional dijo, muy suelto de cuerpo: “Mi postura se inscribe en mi tradición laica. Creo que los temas del Estado son del Estado y los temas de Dios son de Dios” (al parecer se acordó vagamente de una frase evangélica, Mt 22, 21), y continuó: “Hay que legislar para todos, porque la ley está por encima de los dogmas”. Supongo que este senador se ha recibido de abogado alguna vez; podría retomar las clases, esta vez con Héctor Negri.
         Paso al otro aspecto de la cuestión anunciado en el título de esta nota. Muchas personas, creyentes y agnósticos, han observado una cierta tibieza de algunos ámbitos eclesiales, incluso dotados de autoridad, para afrontar el momento crucial que está viviendo la sociedad argentina ante la iniciativa semiconsumada de legalizar el aborto. No basta decir “¡Vale toda vida!”; ya lo sabemos. Vale la vida de la jirafa negra y la del león expuesto en un coto de caza. Vale inmensa, incomparablemente más la vida humana, aun la del peor criminal. Estamos en contra de la pena de muerte, pero no reaccionamos con suficiente energía ante la misma pena que se pretende imponer al niño por nacer. Se dice que “es necesario un diálogo sereno y reflexivo”, que no hay que vivir el debate “como una batalla ideológica…”. Cuando gana espacio en la Iglesia el democratismo de lo políticamente correcto le hacemos el juego al “padre de la mentira” (Jn 8, 44).
         El orden jurídico de una nación se basa en la “ratio” propia de la naturaleza humana y en el orden que brota de ésta. Las leyes contrarias a este orden moral son ilegítimas, inicuas, aunque se revistan de una legalidad formal. A estos conceptos esenciales se refiere el Concilio Vaticano II cuando sostiene: “La vida, desde su concepción, ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables” (Constitución “Gaudium et spes”, 51). “La ley está por encima de los dogmas”, según el senador anteriormente aludido; la tradición laicista a la que él apela, y el engendro legal que promueve, están en contra de un “dogma” natural, no religioso, supraconfesional: el fruto de la concepción humana, desde el primer instante de la misma, es una persona humana, a la que no es lícito liquidar.
         La precisión jurídica, en una concepción auténtica de los derechos humanos, justifica e inspira una denuncia apasionada de la violación de esos derechos; en el caso que nos ocupa, del derecho a la vida de los más pobres e inocentes, de quienes existen en un estado de indefensión total. El Papa Juan Pablo II lo proclamó con palabras de fuego, con una energía que es fácil advertir en el video que circula estos días en internet; hablaba en castellano remarcando enfáticamente las frases y moviendo ligeramente las hojas de las cuales leía, para que su ademán acompañara a su voz. “Quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona humana ya concebida aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral. Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. ¿Qué sentido tendría hablar de la dignidad del hombre, de sus derechos fundamentales, si no se protege a un inocente, o se llega incluso a facilitar los medios o servicios privados o públicos para destruir vidas indefensas?”. Estas afirmaciones no son ideológicas, y “un diálogo sereno y reflexivo” solo puede fijarse como meta convencer de la verdad a quienes yerran objetivamente, aun con buenas intenciones.
         No se me oculta que hay puntos de encuentro a los que se puede arribar; pienso por ejemplo en los problemas sociales, culturales, psicológicos que afectan a tantas mujeres que pueden experimentar la tentación de abortar, y en la cuestión clave de la prevención del embarazo no deseado. Estoy dispuesto a abordar estos temas, si continúo contando con la comprensión y la paciencia de “El Día”.

Héctor Aguer, Académico de Número de la
 Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.

(Artículo publicado en el diario “El Día”, de La Plata, el 3 de agosto de 2018)

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