domingo, 28 de abril de 2019








(Homilía del padre Christian Viña, en la Celebración de la Pasión del Señor – Viernes Santo (19 de abril) de 2019. Parroquia Sagrado Corazón de Jesús, de Cambaceres).

Lecturas: Isaías 52, 13 – 53, 12
Sal 31(30), 2, 6, 12-13, 15-17, 25
Heb 4, 14 -16; 5, 7-9
Jn 18, 1- 19, 42

         Jesús, el Siervo sufriente, tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre (Is 52, 14), como lo define Isaías en el cuarto poema del Servidor del Señor, lava con su Sangre redentora todos nuestros pecados. Él, en efecto, fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados (Is 53, 5). ¡Sanados nosotros por sus heridas! ¡Intercambio admirable que hace estallar los siempre mezquinos cálculos humanos! Le dimos, en efecto, toda nuestra mugre, todos nuestros pecados, y Él nos dio, con su propia vida, la vida nueva y definitiva. El Señor quiso aplastarlo con el sufrimiento (Is 53, 10); no le ahorró ningún dolor. Y, llevando el pecado de muchos intercedió en favor de los culpables (Is 53, 12). El Justo, el Perfecto, el Dios verdadero tomó en la Cruz el lugar que nos correspondía a cada uno de nosotros. Y, con su único y eterno Sacrificio, pagó nuestra deuda con el Padre.
         Siempre de cara a Dios, Cristo era consciente de que no sería defraudado (Sal 31 (30), 2). Porque el Señor lo libraría de sus enemigos y de sus perseguidores: el pecado y la muerte. Y sería, entonces, modelo perfecto de fuerza y valentía de todos los que esperan en el Señor (Sal 31 (30), 25).
         Siguiendo con el sentido del sufrimiento de Cristo, la Carta a los Hebreos, remarca que él fue sometido a las mismas pruebas que nosotros, a excepción del pecado (Heb 4, 15). Y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer (Heb 5, 8). ¡Cristo no paró de sufrir!, como proponen hoy algunas sectas especialistas en quitarles la fe y la plata a creyentes ingenuos y poco formados. Él no vino a terminar con el dolor; sino a darle a éste su sentido, y definitivo valor salvífico (Cf. San Juan Pablo II, Salvifici doloris).
         La Pasión según San Juan, que acabamos de proclamar –y que inspirase tantas y tan bellas expresiones artísticas, en estos dos mil años de cristianismo- condensa con honda teología esa cadena de sufrimientos de Jesús: su arresto, la comparecencia ante Anás y el Sumo Sacerdote, Caifás; las negaciones de Pedro, su presencia ante Pilato, la flagelación y la coronación de espinas, su condena a la Cruz, y su crucifixión y muerte. Conmueve que, con el contexto de esa hora dramática y solemne, nos regalara a su Madre, la Virgen Santísima; la que permaneció al pie de la Cruz (Jn 19, 25), la Madre Dolorosa, la Corredentora. Que es, por cierto, nuestro más acabado modelo para encarar el sufrimiento; y, como buena Madre, nuestro seguro consuelo, en la hora de aflicción.
         La crueldad sin límites que sufrió Jesús no se detuvo, siquiera, con su muerte. San Bernardo de Claraval escribe: ¿Quién no se dejará arrebatar a la esperanza de lograr perdón, si atiende a la posición del cuerpo crucificado, a saber, la cabeza inclinada para besar, los brazos extendidos para abrazar, las manos perforadas para colmar de bienes, el costado abierto para amar, los pies clavados para permanecer con nosotros?.
         Remarca, precisamente, el evangelista que, cuando sus verdugos llegaron a él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua (Jn 19, 33 – 34). La Sangre de la Eucaristía, y el agua del Bautismo. Los dos regalos más saludables del Sagrado Corazón de Jesús.
         En su siempre recomendable película La Pasión, Mel Gibson, muestra de modo estremecedor ese momento. Y cómo el soldado romano, luego de su lanzazo, cae de rodillas bañado por esa sangre redentora, y esa agua del nuevo nacimiento. ¡Qué necesitados estamos también hoy nosotros, los hijos de la Iglesia, de ese lavado! ¡Cómo anhelamos zambullirnos en el costado herido del Señor, para ser sanados de nuestras pestes! ¡Cuánto pus, producido por la lacra de los abusos, debe extirparse del Cuerpo Místico del Señor; que es la Iglesia!
         El lúcido y valiente cardenal Robert Sarah acaba de indicar que “la Iglesia ha caído en la oscuridad del Viernes Santo”. Venimos de meses y de años en que los escándalos –especialmente de la corrupción de niños y de jóvenes, por parte de clérigos- son noticia prácticamente de todos los días. Indignación, estupor, dolor e impotencia, invaden a no pocos hijos de la Iglesia en este tiempo. ¡Cómo no reclamar, entonces, con todas las fuerzas, que se ayude efectivamente a las víctimas a sanar sus vidas; para que puedan recuperar su confianza en los buenos pastores de la Iglesia! ¡Cómo no exigir que se vaya a fondo en la llamada tolerancia cero, y se sancione como corresponde a los depravados de toda laya que corrompieron a criaturas; y pervirtieron a adultos vulnerables, entre ellos, seminaristas y jóvenes sacerdotes! ¡Cómo no pedir, a gritos, que se terminen los grupos de presión, infiltrados en la jerarquía, que como verdaderas sectas han protegido y cubierto a semejantes degenerados, a cambio de favores de todo tipo! ¡Cómo no reclamar todas las medidas que sean necesarias para restaurar la coherencia, la disciplina, y las auténticas enseñanzas en materia de fe y de moral!
         No debemos maquillar la realidad, ni mucho menos negarla. Los abusos sexuales de clérigos son la horrible consecuencia de una serie de abusos, en lo doctrinal, en lo litúrgico, en lo disciplinar, y en la praxis pastoral; que se han venido dando, con particular intensidad, en las últimas décadas. Sin fe profunda –o directamente sin fe-, sin visión sobrenatural sobre la Iglesia y su único fin, la gloria de Dios y la salvación de las almas; y sin pasión por anunciar a Cristo, nuestro único Salvador, todo tipo de traiciones y deslealtades son posibles.
         La hora dolorosísima que vivimos nos debe hacer reafirmar, igualmente, con toda nuestra voz, que la Iglesia, nuestra Madre y Maestra, es Santa; y Santa, con mayúsculas. Es el Cuerpo Místico del Señor; es su Esposa sin mancha; es depositaria de toda la Verdad divinamente revelada, tiene todos los medios para nuestra propia salvación y, en dos mil años, ha sido y es una fuente inagotable de santos. ¡Que nadie se confunda; mucho menos los pichones de tiranuelos, al servicio del mundialismo ateo y masónico! ¡La Iglesia no debe pedirle perdón a nadie! Por el contrario, deben pedirle perdón a ella los ideólogos y los totalitarios de toda laya, que se valen de cualquier pretexto para buscar callarla; impedir su libertad para evangelizar e, incluso, valerse de los pecados y escándalos de hijos de la Iglesia, para hacer buenos negocios con los medios y los tribunales. Son los que luchan, con monumentales recursos económicos, para buscar la desaparición de la Iglesia –cosa que ningún poder humano podrá, de acuerdo con la promesa de su Divino Fundador-; o, al menos, limitar al máximo su influencia en la sociedad. Para ellos, la Iglesia solo puede tolerarse cuando les da de comer a los pobres y excluidos que ellos generan y multiplican. O sea, cuando solo se limita a ser una ONG, funcional al Nuevo Orden Mundial; con cierto barniz de humanismo difuso…
         De la Iglesia es toda la santidad; de nosotros, sus hijos, los pecados. Por cierto, todos somos pecadores; necesitados de una permanente conversión. Asumir esta responsabilidad colectiva, en cuanto hijos, no exime de cualquier modo, de asumir las propias responsabilidades individuales. Obviamente, no todos los pecados son iguales, ni todos los pecadores somos idénticos…
         Llegue nuestro afecto y cercanía, también, en este Viernes Santo, a todos los sacerdotes y consagrados que han sufrido y sufren calumnias. Y que, víctimas de linchamientos mediáticos arrastrarán, de por vida, el deshonor y el escarnio. Si realmente se busca justicia no puede tolerarse que se considere delito la portación de sotana, u otro distintivo religioso. No es justo, de ninguna manera, que en el caso de los curas se nos tenga a todos, de entrada, por sospechosos; se invierta la carga de la prueba, y debamos demostrar nosotros que somos inocentes.
         En pocos minutos, saldremos a recorrer las calles de nuestro barrio con el tradicional Via Crucis. Iremos al encuentro de hermanos muy pobres, que padecen toda clase de necesidades materiales; y, no pocos de ellos, la peor de todas las pobrezas: la falta de fe, o el alejamiento de la única Iglesia fundada por Cristo. Pidamos al Señor la gracia de estar siempre listos para anunciarlo a quienes no lo conocen, o se apartaron de Él; la firme voluntad de ser cada vez mejores hermanos de los que más sufren; y el deseo profundo e irrenunciable de ser santos.
         ¡Vivamos, como nuestros padres y mayores, un catolicismo sin complejos! ¡Que ningún hecho, por más doloroso y repugnante que sea, nos aleje del Sagrario, de la oración personal, de la práctica sacramental, de las obras de misericordia; y de todos los demás medios que nuestra Santa Madre Iglesia nos ofrece para ser fieles a nuestra esencia cristiana!
         ¡Que la Virgen Santísima nos tenga junto a ella, en esta Hora, al pie de la Cruz; para ser bañados a fondo, como aquel soldado romano! ¡Y que, resucitados con Cristo, no tengamos ni un momento de tregua ni de descanso en el anuncio y testimonio de su Evangelio!
         Esta dolorosísima purificación, con seguridad, reducirá estructuras y miembros de la Iglesia visible. ¡No tengamos miedo! Haber llegado a estos fondos hará inevitable la salida. Que, como bien nos enseñara nuestro gran poeta, Leopoldo Marechal, siempre es por lo Alto…

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