domingo, 23 de junio de 2019





                                                            
(Homilía del padre Christian Viña, en la Solemnidad de Corpus Christi) (Parroquia Sagrado Corazón de Jesús, de Cambaceres. Domingo 23 de junio de 2019).

Lecturas: Gn. 14, 18 – 20.
Sal. 109, 1. 2. 3. 4 (R.: 4bc).
                             1 Cor. 11, 23 – 26.                      
Lc. 9, 11b - 17. 

         Jesús, nuestro Rey de Reyes, y Señor de Señores (Apoc. 19, 16) es el pan vivo bajado del cielo (Jn. 6, 51). Y Él mismo nos asegura que el que lo coma –claro está, con la debida disposición- vivirá eternamente (Jn. 6, 51). ¡Milagro de milagros la Eucaristía: el Dios encarnado, crucificado, resucitado y glorificado, sentado a la derecha del Padre en el Cielo (Sal. 109, 2), desciende en cada misa al altar, por las manos de los sacerdotes! ¡No nos alcanzará toda nuestra vida en la tierra, y si llegamos al cielo toda la eternidad para agradecer semejante regalo…!
         La primera lectura, del Génesis, nos presenta el encuentro de Abrám con Melquisedec; quien era, al mismo tiempo, rey de Salém (Jerusalén), y sacerdote del Dios Altísimo. Y esa comida con la que Melquisedec agasajó a Abrám selló una alianza. Como sabemos, en el capítulo 7 de la Carta a los Hebreos se presenta a Cristo, como Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza; Sacerdote según el orden de Melquisedec, esto es, Sacerdote para siempre. Da mucho gozo leer y meditar esas páginas del Nuevo Testamento; que nos muestran todo el esplendor del Sacerdocio de Cristo, y que es participado por los obispos, sucesores de los apóstoles, a los sacerdotes el día de su Ordenación.
         El salmo, como respuesta a la lectura del Génesis nos habla de la realeza del futuro Mesías de Israel. Y de su sacerdocio fundado en el juramento del Señor, que no se retractará (Sal. 109, 4). Todos los enemigos serán puestos como estrado de los pies del Mesías (Sal. 109, 1). Y el último enemigo vencido será la muerte; a la que aplastará con su propia muerte, y triunfante Resurrección.
         San Pablo, en su primera carta a los Corintios, nos trae el relato bíblico más antiguo de las palabras de institución de la Eucaristía; expresión sacramental del Misterio Pascual. Y lo hace, no solo con el fin de dejar a la Iglesia la materia y la forma del sacramento; sino también, y en lo inmediato, para corregir con vehemencia a esa primitiva comunidad, pues, en torno a la Misa, algunos comían y bebían en exceso, mientras otros pasaban hambre (1 Cor. 11, 21). Incluso, les deja bien en claro que el que come el pan o bebe la copa del Señor indignamente peca contra el cuerpo y la sangre del Señor (1 Cor. 11, 27). Y, para que no quede lugar a ninguna duda, enfatiza que quien los come o bebe indignamente,come y bebe su propia condenación (1 Cor. 11, 29).
         Junto al relato paulino, en los tres evangelios sinópticos se encuentra, además, la institución de la Eucaristía (Mt. 26, 26-29; Mc. 14, 22-25; Lc. 22, 15-20). San Lucas, también, como acabamos de escuchar en la proclamación del Evangelio, nos trae la multiplicación de los panes y los pescados, para alimentar a la multitud, que comió hasta saciarse(Lc. 9, 17). En efecto, el pan del Cielo nos sacia, y no se termina. Siempre sobra (Lc 9, 17); y siempre tenemos necesidad de más. En nuestra condición de viajeros, hacia la Patria definitiva, es el alimento imprescindible. En él tenemos, hoy, como prenda lo que, Dios mediante, tendremos mañana como definitiva y eterna realidad, cara a cara. En Él se contiene toda la riqueza de la Iglesia. Ése, y no el del Vaticano –como dicen nuestros enemigos- es el mayor tesoro del Cuerpo Místico del Señor.
         Debemos a Jesús Sacramentado la mayor adoración, el mayor de todos los respetos, y la mayor humildad del corazón. Indigno soy, confieso avergonzado, de recibir la Santa Comunión, declaramos en un bello cántico eucarístico. A Él pertenecen todos los derechos; en nosotros está la obligación de tributarle siempre el honor más grande. A Él vamos con temor y temblor (Flp. 2, 12). No existe ni podrá existir jamás ningún “derecho” a la Eucaristía. Es un absoluto regalo de Dios que el Señor da, con generosidad, a quienes buscan recibirlo con la debida preparación; esto es, en estado de gracia, sin encontrarse en pecado mortal. Quienes comulgan en pecado mortal cometen sacrilegio, como enseña el Concilio de Trento; y recuerda explícitamente el Catecismo de la Iglesia Católica.
         Está, por lo tanto, absolutamente fuera de lugar decir que la Iglesia discrimina al afirmar esto. Todo lo contrario; lo hace por la salvación de las almas, que es su fin supremo. Porque no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (Ez. 18, 23). Discriminaría y pecaría gravemente contra el Señor; y mandaría a la muerte eterna a sus hijos pecadores, si les permitiese tragar su propia condenación.
         Vivimos en un mundo que solo habla de derechos, y jamás de obligaciones. Ese liberalismo ha penetrado, lamentablemente, en algunos sectores de la Iglesia; en los que, en la práctica, se da la comunión a todos, sin tener en cuenta, en absoluto, el estado de su alma ¿A qué queda reducido, entonces, el Corpus Christi? ¿A quién puede salvar lo que pasa a ser, de hecho, algo así como una conquista del hombre, y no un don del Señor? ¿Queda lugar para Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo en celebraciones que, en su forma y en su fondo, terminan celebrando exclusivamente al hombre? ¿Hay sitio para el misterio, para la trascendencia, para lo verdaderamente sagrado, en misas donde todo está permitido (aplausos, griterío, y hasta bailecitos, entre otras cosas), en desmedro del verdadero culto? ¿A dónde queda aquella orden del Concilio Vaticano II: nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia (Sacrosanctum Concilium, 22)? ¡Qué sabias y oportunas fueron aquellas palabras de San Juan Pablo II: A nadie le está permitido infravalorar el Misterio confiado a nuestras manos: éste es demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal (Ecclesia de Eucharistia, 52)…!.
         Felizmente, como un auténtico volver a las fuentes, se está redescubriendo –de modo particular, entre los más jóvenes- la importancia de la Misa bien celebrada, y de la Adoración Eucarística.  Y la necesidad de recibir y estar junto a Jesús Sacramentado sin más, sin cálculos de  ninguna especie; y sin ninguna otra meta que darle adoración y gloria, porque lo demás viene por añadidura.
         Por eso es bueno volver a plantearnos, hoy, cuánto tiempo, y de qué calidad, le damos al Señor del tiempo. El tiempo no es nuestro porque es un regalo o, si se quiere, un préstamo que Dios nos hace. ¿A nuestro Padre que nos da siete días; o sea, 168 horas, o 10.080 minutos, o 604.800 segundos por semana, cuántas horas o minutos le damos, y de qué calidad?.
         Seguramente, una y otra vez caeríamos en la cuenta de nuestra pereza, e ingratitud. Al mundo y a la Argentina se los cambia de rodillas ante el Santísimo Sacramento; y no eligiendo entre supuestos males menores y, llegado el momento, entre dos listas con candidatos abortistas en ambas.
         Sigamos, entonces, el ejemplo de los millones de santos, mártires y confesores de la fe que tenemos en dos mil años de cristianismo. Ellos, antes, durante y después de cada combate por Cristo, y su amadísima Iglesia, se alimentaron con el Cuerpo y la Sangre del Señor. Y por vivir y morir arrodillados ante la Divina Majestad, no se arrodillaron ante ningún ídolo, ningún tiranuelo, y ningún politiquero aprendiz de Pilatos o de Herodes. ¡Que María Santísima, mujer eucarística, nos sostenga en esta batalla; y nos enseñe, una y otra vez, que solo alimentados con su Hijo podremos llegar al único banquete que sacia, y no termina…!.

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