Su primer domingo en Buenos Aires lo pasó acomodando sus libros. Había viajado con sólo una pequeña parte de su biblioteca y le molestaba su desorden. También le preocupaba que algunos pudieran estar deteriorándose dentro del baúl en el que los había embarcado, así es que decidió dedicarles toda la tarde.
En verdad, tampoco tenía dónde ir.
Aún no se había integrado a la sociedad porteña y sus contadas amistades seguramente estarían disfrutando de sus familias en el día de descanso. Su carácter reservado no le permitía abusar de ninguna hospitalidad y por otro lado, era hombre solitario.
Le agradaba la soledad, le permitía aislarse en sus pensamientos y siempre que la oportunidad se presentaba salía a caminar.
Le gustaba el otoño y el ruido de sus botas en la hojarasca.
El clima de Marzo lo ponía de buen humor. Para el soldado, esa época del año era un respiro entre dos infiernos.
A la caída del sol daría un paseo por una alameda cercana que ya empezaba a amarillear y se veía desde la ventana de su cuarto.
Siguió con sus libros. Los fue sacando uno por uno del cajón. Los miraba detenidamente, buscando moho o humedad en sus hojas, les acariciaba el lomo, los olía.
Ojeaba alguna que otra página al azar, se detenía en algún párrafo, leía en voz alta una cita.
Era la única posesión que le había preocupado dejar en Europa.
Tenía más de 800 libros y esa biblioteca era su orgullo.
Estaban los clásicos griegos, libros sobre matemáticas, astronomía, navegación, botánica, literatura, historia, geografía, diccionarios y varias colecciones de arte bélico, escritos en francés, español, inglés, latín y portugués. Sólo había podido traer consigo una pequeña parte, lo demás había quedado embalado en once cajones en la aduana inglesa y esperaba poder embarcarlos en un futuro cercano, cuando terminara de radicarse.
A media tarde fue a la cocina de la fonda a pedir agua caliente para hacerse un café, que tomaba negro y amargo.
El fontanero le preguntó si no le gustaba el mate.
-En España no hay yerba, mi amigo. Pero lo he probado y prefiero mi café. Al menos por ahora, ya veremos…-dijo, y se retiró nuevamente a su cuarto.
Consumió el resto de la tarde repasando el “Plan y pie de fuerza para la creación del Regimiento de Granaderos a Caballo” que había presentado al Triunvirato y la mejor manera de llevarlo a la práctica en caso de ser aceptado.
Con el sol cayendo salió a la calle y se dirigió hacia las afueras, en busca de la alameda vista desde su ventana. Era una hilera casi interminable de árboles, uno muy junto del otro, altos y delgados, que asemejaban una cortina ocre.
La recorrió en su totalidad, viendo los pájaros buscar refugio en sus copas y al viento del océano meciendo acompasadamente el imponente paisaje pampeano.
Volvió ya de noche a la fonda.
En la puerta, el dueño lo esperaba con una carta en la mano.
-Sr. San Martín, estuvo aquí buscándolo el Sr. Guido; lo esperó un rato y se marchó, dejando esta nota para usted.
-Gracias amigo. Ahora me retiraré hasta mañana. ¿Podrá usted servirme en mi cuarto algo de lo que tenga preparado para sus comensales?
En verdad, tampoco tenía dónde ir.
Aún no se había integrado a la sociedad porteña y sus contadas amistades seguramente estarían disfrutando de sus familias en el día de descanso. Su carácter reservado no le permitía abusar de ninguna hospitalidad y por otro lado, era hombre solitario.
Le agradaba la soledad, le permitía aislarse en sus pensamientos y siempre que la oportunidad se presentaba salía a caminar.
Le gustaba el otoño y el ruido de sus botas en la hojarasca.
El clima de Marzo lo ponía de buen humor. Para el soldado, esa época del año era un respiro entre dos infiernos.
A la caída del sol daría un paseo por una alameda cercana que ya empezaba a amarillear y se veía desde la ventana de su cuarto.
Siguió con sus libros. Los fue sacando uno por uno del cajón. Los miraba detenidamente, buscando moho o humedad en sus hojas, les acariciaba el lomo, los olía.
Ojeaba alguna que otra página al azar, se detenía en algún párrafo, leía en voz alta una cita.
Era la única posesión que le había preocupado dejar en Europa.
Tenía más de 800 libros y esa biblioteca era su orgullo.
Estaban los clásicos griegos, libros sobre matemáticas, astronomía, navegación, botánica, literatura, historia, geografía, diccionarios y varias colecciones de arte bélico, escritos en francés, español, inglés, latín y portugués. Sólo había podido traer consigo una pequeña parte, lo demás había quedado embalado en once cajones en la aduana inglesa y esperaba poder embarcarlos en un futuro cercano, cuando terminara de radicarse.
A media tarde fue a la cocina de la fonda a pedir agua caliente para hacerse un café, que tomaba negro y amargo.
El fontanero le preguntó si no le gustaba el mate.
-En España no hay yerba, mi amigo. Pero lo he probado y prefiero mi café. Al menos por ahora, ya veremos…-dijo, y se retiró nuevamente a su cuarto.
Consumió el resto de la tarde repasando el “Plan y pie de fuerza para la creación del Regimiento de Granaderos a Caballo” que había presentado al Triunvirato y la mejor manera de llevarlo a la práctica en caso de ser aceptado.
Con el sol cayendo salió a la calle y se dirigió hacia las afueras, en busca de la alameda vista desde su ventana. Era una hilera casi interminable de árboles, uno muy junto del otro, altos y delgados, que asemejaban una cortina ocre.
La recorrió en su totalidad, viendo los pájaros buscar refugio en sus copas y al viento del océano meciendo acompasadamente el imponente paisaje pampeano.
Volvió ya de noche a la fonda.
En la puerta, el dueño lo esperaba con una carta en la mano.
-Sr. San Martín, estuvo aquí buscándolo el Sr. Guido; lo esperó un rato y se marchó, dejando esta nota para usted.
-Gracias amigo. Ahora me retiraré hasta mañana. ¿Podrá usted servirme en mi cuarto algo de lo que tenga preparado para sus comensales?
("El grito apasionado. San Martín camino a San Lorenzo", de Ariel Gustavo Pérez)
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