lunes, 17 de febrero de 2014



Por Francisco Acedo

Vuela el tiempo y ya se ha cumplido un año desde el día en que Benedicto XVI sorprendió al mundo anunciando ante el consistorio reunido aquel 11 de febrero, aniversario de los Pactos Lateranenses entre el Reino de Italia y la Santa Sede, su renuncia dando como explicación dos palabras --ingravescente aetate--, que son lo suficientemente elocuentes como para que cualquier iniciado las comprenda. Ya he dicho en alguna ocasión que todavía queda tiempo hasta que todo se pueda explicar y dar a conocer, pero entre líneas se leen muchas cosas.
En esta llamada primavera de la Iglesia, el Papa ha pedido que no se mire el reloj durante la Santa Misa porque ésta no es un acto social, ni una representación de la Ultima Cena, sino un momento sacro en el que Dios se hace presente en el Sagrado Sacrificio.
Parece mentira que a estas alturas de la vida haya que decir estas cosas que son de primera catequesis y que poco gustan a ciertos sectores que presumían el triunfo de las paraliturgias y el todo vale en este pontificado. Tal vez por ello el cardenal Sean O'Malley --capuchino arzobispo de Boston y muy cercano al Santo Padre-- haya dicho que el Pontífice ha suavizado el tono, pero no ha alterado la posición de la Iglesia. Poco más que añadir.
Y hablando de declaraciones, la Santa Sede siempre se ha destacado por su magnífico servicio diplomático, del que se dice que es el mejor del mundo, además de que es mucho más expresivo por sus gestos y silencios que por sus palabras. Quien sí ha hablado esta semana ha sido monseñor Pietro Parolin (a quien sólo le queda una semana para acceder a la púrpura cardenalicia) secretario de Estado, que ha desvelado cuáles serán las claves de la diplomacia vaticana: la franqueza sin perífrasis y sin oscuridad en el lenguaje, simplicidad apertura, cercanía, serenidad y alegría que consigan un aumento de la solidaridad en la búsqueda de la justicia social. Como declaración de intenciones no está mal.
Pero los cambios en la diplomacia se ven también desde el otro lado, es decir, desde los nombramientos de legados ante la Santa Sede y, en este sentido, ha sido una verdadera sorpresa con gran acogida la designación de don Jaime de Borbón Parma como nuevo embajador de los Países Bajos. No tanto porque el príncipe pertenece a tres casas reales (Parma, España y Holanda), por ser primo hermano del rey Guillermo de los Países Bajos, o nieto de don Javier I de Borbón Parma, quien trabajó para los Servicios Diplomáticos Pontificios, sino porque es el primer católico que representará a una nación luterana por antonomasia ante el Vaticano, lo que se interpreta como un signo de buena voluntad. La primavera de la Iglesia sigue adelante.

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