Por Rodolfo Vargas Rubio
1950 puede ser considerado el vértice y punto
culminante del pontificado del venerable Pío XII. Era año jubilar y los
peregrinos afluían a Roma en muchedumbres sin precedentes, venidas quizás
porque en la capital del Papado veían la única roca de estabilidad y el único
puerto de seguridad después que en el curso de la terrible guerra que acababa
de desangrar se habían perdido todos los referentes humanos. La voz del Vicario
de Cristo se había alzado con una altísima autoridad moral y era respetada y
escuchada hasta por los líderes políticos y religiosos y los pueblos ajenos al
catolicismo. La Iglesia mostraba una vitalidad y dinamismo enormes: gran
florecimiento de vocaciones, aumento constante de la práctica dominical en los
fieles, surgimiento de nuevas formas de vida consagrada y apostolado, difusión
sin precedentes de las misiones católicas en el mundo entero, un renovado
interés por la sagrada liturgia… Cierto es que este panorama alentador ofrecía
algunas sombras (empezaba a insinuarse la contestación teológica del
magisterio, algunos sectores del clero se comenzaban a ideologizar, el peligro
de caer en la rutina y en la instalación en la comodidad de una religiosidad
puramente formal se cernía sobre no pocos fieles), pero los aspectos más
visibles eran los positivos.
Fue en ese año y en ese contexto cuando el 1º de
noviembre el Romano Pontífice definió solemnemente ante más de ochocientos
obispos venidos de todas partes y una multitud de cientos de miles de fieles
congregados en la Plaza San de San Pedro el dogma de la Asunción de la
Santísima Virgen, corolario del dogma de la Inmaculada, que cien años antes
había proclamado otro Pío, el nono de su nombre. El papa Pacelli pronunció las
palabras que se grabarían con letras indelebles en las Actas del Magisterio
solemne de la Iglesia:
“Quapropter, postquam supplices etiam
atque etiam ad Deum admovimus preces, ac Veritatis Spiritus lumen invocavimus,
ad Omnipotentis Dei gloriam, qui peculiarem benevolentiam suam Mariæ Virgini
dilargitus est, ad sui Filii honorem, immortalis sæculorum Regis ac peccati
mortisque victoris, ad eiusdem augustæ Matris augendam gloriam et ad totius
Ecclesiæ gaudium exsultationemque, auctoritate Domini Nostri Iesu Christi,
beatorum Apostolorum Petri et Pauli ac Nostra pronuntiamus, declaramus et
definimus divinitus revelatum dogma esse : Immaculatam Deiparam semper Virginem
Mariam, expleto terrestris vitæ cursu, fuisse corpore et anima ad cælestem
gloriam assumptam” .
“Por tanto, después de elevar a Dios
muchas y reiteradas preces e invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para
gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar
benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del
pecado y de la muerte; para acrecentar la gloria de esta misma augusta Madre y
para gozo y alegría de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor
Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra,
pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la
Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida
terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste” (Bula Munificentissimus Deus, 44; Denz. 3903).
¿Cómo se llegó a la definición del cuarto dogma
mariano? En realidad se trataba de una creencia constante del pueblo fiel
documentada al menos desde el siglo V. Tan arraigada estaba en la fe de las
naciones que en 1638 el rey Luis XIII de Francia no dudó en consagrar su reino
a la Santísima Virgen bajo el misterio de su Asunción, declarándola su patrona
y protectora y mandando que el 15 de agosto de cada año se celebrase su fiesta
con solemne pompa. A nivel teológico, el gran impulso lo recibió la doctrina de
la Asunción de los estudios suscitados con ocasión de la proclamación de la
Inmaculada Concepción por el beato Pio IX, que inauguró la era de la llamada
mariología científica moderna. El tratado De Beata
no había sido hasta el siglo XVI –cuando san Pedro Canisio y Francisco Suárez
fundaron la mariología positiva y especulativa– una disciplina tratada
sistemáticamente y con autonomía, sino que se la estudiaba como parte de sumas
teológicas. Ni qué decir tiene que un tratado específico sobre la Asunción era
inexistente. Por otra parte, los libros especialmente dedicados a la Madre de
Dios eran más obras de mística y de piedad que de rigor científico,
convirtiéndose en el siglo XVII en magnas y barrocas creaciones –como la
celebérrima y difundidísima Mística
Ciudad de Dios de la venerable María de Ágreda– que
produjeron un efecto de repulsa racionalista y minimalista (como la Mariologie del jesuita Théophile Raynaud).
La profundización en la reflexión teológica sobre
el gran privilegio de la Inmaculada a que dio lugar la definición de la
Inmaculada mostró la conexión entre este misterio y el de su Asunción corporal
a los cielos. Si la Inmaculada Concepción representa el estadio inicial de la
existencia terrena de María, su gloriosa Asunción representa su estadio final,
el culmen lógico del desarrollo progresivo de su plenitud de gracia y de su
santidad. Fue precisamente alrededor de 1854, año de la definición inmaculista,
cuando se manifestó con fuerza el movimiento asuncionista, el cual fue
iniciado, por una parte, fray Jorge Sánchez, obispo del Burgo de Osma, en 1849
y, por otra, san Antonio María Claret, confesor de doña Isabel II, en 1863.
Esta reina de España solicitó oficialmente al Papa la definición del dogma de
la Asunción (petición que sería renovada, tras la restauración de la monarquía,
por la reina regente doña María Cristina y más tarde por el propio rey don
Alfonso XIII).
Concomitantemente, aparecieron las primeras
ediciones críticas de los Apócrifos relativos a la Asunción (que tanta
importancia habían tenido en el desarrollo de esta creencia): en 1865 el
orientalista William Wright publicó en Londres Contributions to the apocryphal
literature of the New Testament
(que le sirvió para su ensayo The Departure of my Lady Mary from this World del mismo año) y en 1866 el biblista Constantin
von Tischendorf sacó a la luz Apocalypses apocryphae. A partir de esta época la Teología asuncionista
se fue abriendo paso con cada vez mayor brío, sobre todo gracias a las
encíclicas marianas de los Papas, especialmente las de León XIII, y a los
Congresos Mariológicos, que comenzaron a multiplicarse y que fomentaron,
además, un movimiento paralelo a favor de la doctrina de la Mediación universal
(la cual, a su vez, implicaba, la de la Corredención). Entre los escritos sobre
la Asunción aparecidos desde entonces cabe citar, entre muchos otros, los del
cardenal Benito Sanz y Forés, Alfonso M. Janucci, Léon Gry, Domenico Arnaldi, Mauricio
Gordillo, Henri Jalaber, Olav Sinding, Luigi Vaccari, Joseph Tanguy, I.
Wiederkehr, Guido Mattiusi, B.-H. Merkelbach, A.-E. Naegel, Joseph Plessis,
François-Xavier Godts, Dom Paix Renaudin, Corentin Legrand, Dom A. Willmart,
Andrés Ocerín de Jáuregui, P.I. Toner y Rudolph Willard.
En general la cuestión no se planteaba en términos
de si hubo o no asunción psicosomática de María a los cielos (los autores
estaban de acuerdo en afirmarla); el verdadero meollo consistía en hallar el
nexo con la tradición apostólica de una creencia cuyas fuentes testimoniales
más antiguas databan sólo del siglo V y a través de los libros apócrifos. La
definibilidad del dogma, en efecto, dependía de que se considerase a este
misterio como parte del depósito revelado (por eso algunos autores como
Bernhard Poschmann y Berthold Altaner, que no lo veían de ese modo, lo reducían
a la categoría de sententia
pia). Por otra parte, la Asunción
implicaba un tema conexo, a saber el de la inmortalidad de la Santísima Virgen,
es decir, si María había subido a los cielos en cuerpo y alma previa muerte,
preservación milagrosa de corrupción y resurrección o si no había pasado por
ese trance (lo que suponía su transformación en cuerpo glorioso sin mediar
separación de alma y cuerpo). Fue en este contexto en el que apareció en 1944
el importante tratado de fr. Martin Jugie, religioso asuncionista (1878-1954),
que lleva por título La
mort et l’Assomption de la Sainte Vierge. Étude histórico-doctrinale (Tipografía Vaticana).
El P. Jugie sostenía, en primer lugar, que los
apócrifos, en razón de ser relatos plagados de elementos fantasiosos y hasta
inverosímiles, no podían ser tenidos como testimonio fiable de una tradición
anterior que, sin duda, existió en forma oral en un círculo restringido en torno
al apóstol san Juan. Dado, pues, que no se podía hallar el vínculo directo con
la Sagrada Escritura y la Tradición en apoyo de la Asunción, proponía que se
procediese con ella como con una canonización, la cual goza de certeza
dogmática y toca el campo de lo infalible sin que se recurra al argumento de la
Revelación. En cuanto a la cuestión de la inmortalidad de la Virgen, nuestro
autor, la defiende claramente, mostrando que durante los cinco primeros siglos
del cristianismo (es decir, antes de la aparición de los apócrifos de la
Asunción) no se tenía por cierto el que la Virgen hubiera muerto. Los dos
únicos padres que abordaron directamente el tema fueron los palestinenses san
Epifanio de Salamina (para poner en duda el hecho de la muerte) y Timoteo de
Jerusalén (para negarlo). Además, la Iglesia, al establecer la primitiva fiesta
de la Memoria de Santa María (la del 15 de agosto) no hizo mención alguna del
asunto. Que después se haya llegado a afirmarla y creerla generalmente (al
punto que en Oriente se celebra la Dormición de la Virgen, es decir, su muerte)
es resultado de la difusión de los apócrifos, que suponían que el modo más
natural de abandonar el mundo era la separación del alma y el cuerpo.
Al paso del P. Jugie salió en 1946 el franciscano dálmata
Carlos Balic (1899-1977), quien en su largo artículo De definibilitate Assumptionis B.
Mariae Virginis in cœlum (publicado en 1946
en la revista del Antonianum de Roma) revaloriza el testimonio de los apócrifos
de la Asunción, juzgando hipercrítico el juicio que le merecen al P. Jugie.
Para Balic, si bien es cierto que tales escritos están llenos de fantasía, ello
no es óbice para considerar que contienen un núcleo de la verdad transmitida
por la tradición, del mismo modo como acaece con otros evangelios apócrifos,
como los de infancia o proto-evangelios, tributarios de la segura tradición
lucana aunque no divinamente inspirados. Además, no es posible pensar en un
estallido repentino de la creencia en la Asunción, que habría surgido por una
suerte de generación espontánea sin una tradición previa que la sustentase.
Bajo la exuberancia propia de los escritos apócrifos se esconde sin duda una
creencia antigua y venerable. En cuanto a la muerte de la Santísima Virgen, el
franciscano prefiere la opinión que sostiene que, aunque inmortal de derecho
(porque siendo inmaculada y no teniendo culpa, estaba en justicia exenta de la
pena común del pecado), la Madre de Dios murió de hecho por mejor asimilarse a
su Divino Hijo el Redentor.
La definición dogmática pronunciada por el
venerable Pío XII esclareció infaliblemente el primer aspecto de la cuestión de
la Asunción; no así el segundo, que dejó, como materia opinable, a la disputa
de los teólogos. En efecto, a lo largo de la bula Munificentissimus, el Papa ofrece algunos argumentos que muestran
una conexión con la revelación, aunque ésta no se encuentre explícita ni en la
Escritura ni en la Tradición primitiva. Se trata del llamado “revelado
implícito” (como es el caso del número septenario de los Sacramentos, por
ejemplo) y lo ve básicamente en el sensus fidelium,
en el testimonio de la sagrada liturgia y en el de algunos Santos Padres,
principalmente san Juan Damasceno y san Germán de Constantinopla. Pero, para
evitar el peligro de que el sensus
fidelium, de ser testimonio pasase a ser
visto erróneamente como fundamento del dogma, el Papa recurre al testimonio de
la Sagrada Escritura interpretada por la tradición eclesiástica representada
por los principales teólogos escolásticos antiguos y modernos, que prueban la
verdad de la Asunción. En lo que se refiere a la inmortalidad de la Virgen,
separa el Romano Pontífice lo que constituye el hecho de la Asunción (materia
del dogma) de las circunstancias en que se produjo (es decir, con muerte,
preservación milagrosa de corrupción y resurrección previa o con transformación
directa en cuerpo glorioso sin pasar por la muerte). Por eso, al definir el
dogma cuidó al extremo las palabras y proclamó infaliblemente que María había
subido en cuerpo y alma a los cielos “una vez cumplido el curso de su vida terrena”
(“expleto terrestris vitae cursu”),
sin especificar el modo cómo ese curso llegó a su término.
En tiempos contemporáneos, la opinión de la mayoría
de teólogos –de la que es ejemplo la del ya mencionado P. Balic–está por la
mortalidad de hecho de la Virgen, aunque admitan la inmortalidad de derecho.
Sin embargo, hay que hacer algunas observaciones en favor de lo contrario:
– primero, si, como dice san Pablo (I Cor. XV, 51),
cuando ocurra la Parusía, no todos los seres humanos que vivan entonces pasarán
por la muerte, pero todos serán transformados (“non omnes quidem dormiemus, sed
omnes immutabimur” según la traducción más exacta de la
nueva Vulgata), ¿por qué admitir esta exención de pagar el “precio del pecado”
a hijos de Adán nacidos con la culpa original y negársela al mismo tiempo a la
Virgen Inmaculada?;
– segundo, transformar un cuerpo de suyo mortal en
glorioso sin hacerlo pasar por el trance de la muerte (es decir, sin separarlo
de su alma) –como sabemos que sucederá al final de los tiempos con algunos o
muchos viadores, según la enseñanza paulina apenas citada– no puede causar más
maravilla que separar (supuestamente) el alma inmaculada de la Virgen de su
cuerpo y mantener a éste en un estado de incorrupción hasta el momento de la
resurrección para que sea asunta en cuerpo y alma al cielo: un milagro vale el
otro; pero, además, la transformación en cuerpo glorioso sin pasar por la
muerte en el caso de la Virgen es una consecuencia natural de su exención de
toda mancha de pecado original y no fuerza ningún milagro;
– tercero (y quizás el más sugestivo argumento), de
algún modo tenía que verse cumplido el plan original de Dios para el hombre
creado en estado de inocencia original, gratificado con dones preternaturales y
elevado al orden sobrenatural; si Adán no fue confirmado en gracia y sucumbió a
la tentación (transmitiendo la culpa original y su castigo consiguiente a todos
sus descendientes), sí lo fueron la sagrada humanidad de Cristo (hijo de Adán
según la carne) y su santísima Madre Inmaculada, la “llena de gracia”; pero el
Verbo fue muerto por nuestra redención, de modo que sólo quedaba María para
hacer que no apareciese completamente frustrado el primigenio designio divino,
o sea la comunicación de la vida divina y los dones preternaturales al ser
humano mediante la confirmación en gracia, y, en efecto, en la Virgen se
cumplió plenamente el destino de Adán (y el de su prole) si éste no hubiera
pecado.
En cuanto a la historia externa del dogma, queda
decir que el papa Pacelli había dirigido a los obispos católicos de todo el
mundo la encíclica Deiparæ
Virginis de 1º de mayo de 1946, pidiéndoles
su parecer sobre si era oportuna en su opinión una definición dogmática de la
Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos. De esta manera
respondía no sólo a un impulso que le dictaba su inequívoca devoción mariana
(desde 1903 pertenecía a “Congregación de Nobles del Santísimo Sacramento y de
la Asunción de Nuestra Señora” erigida en Roma), sino a la petición en tal
sentido firmada por más de ocho millones de fieles que le habían hecho llegar.
La contestación de los prelados fue abrumadoramente afirmativa: sólo seis de
entre los 1.181 consultados manifestaron alguna reserva. La prevista definición
recibió la ratificación final de los cardenales reunidos en consistorio
semipúblico el 30 de octubre de 1950, es decir, dos días antes de que se
verificase el acto. En tal ocasión el venerable Pío XII dijo que “el coro admirable y prácticamente
unánime de pastores y fieles profesaban la misma fe y pedían la misma cosa como
sumamente deseada por todos”
y “como toda la
Iglesia Católica no puede engañar ni ser engañada, tal verdad, firmemente
creída ha sido revelada por Dios y puede ser definida con Nuestra suprema
autoridad”. Esa misma tarde y en los dos días
sucesivos, el Papa fue testigo, durante su paseo por los jardines vaticanos, de
la reproducción del milagro de Fátima, como si se tratara de una confirmación
celeste de la proclamación dogmática. La vinculación de Eugenio Pacelli con el
misterio de Fátima es sugestiva: recuérdese que su consagración episcopal por
el papa Benedicto XV tuvo lugar el 13 de mayo de 1917, día en que se produjo la
primera de las apariciones.
Pero hay otro dato sumamente interesante. Se sabe
que el pontífice había pedido a la Virgen un signo que confirmara que la
definición dogmática de su gloriosa Asunción en cuerpo y alma a los cielos le
era agradable. Pues bien, el 1º de mayo del mismo 1950, el venerable Pío XII
había recibido en audiencia a un niño francés de cinco años y medio natural de
la Gironda (había nacido en Arcachon, cerca de Burdeos, el 27 de noviembre de
1944). El pequeño reveló en dicha ocasión al Santo Padre un secreto que le
habría comunicado la Madre de Dios en una revelación privada para ser
transmitido al Papa: «
La Sainte Vierge n'est pas morte, Elle est montée au Ciel en corps et en âme »
(“La Santísima Virgen no murió; subió al cielo en cuerpo y alma”). En un niño de tan corta edad, ajeno a las sutilezas
teológicas, esta frase tenía mucha enjundia y grandes consecuencias podían
deducirse de ella. Este episodio es el que habría decidido al papa Pacelli a
proceder a la definición dogmática, viendo en él una expresa confirmación
celeste. Poco después, cumplida su misión y liberado de la obligación del
sigilo, Gilles Bouhours repitió las mismas palabras en público.
Así como la definición de 1854 propició y favoreció
la de 1950, ésta produjo un desarrollo tal de los estudios mariológicos en la
siguiente década que se llegó a postular la definición de otros dos dogmas
marianos: el de la Corredención de la Virgen y el de la Mediación universal de
las gracias. El año santo mariano de 1954 y los congresos marianos nacionales e
internacionales que se sucedieron (como el importantísimo congreso nacional de
Zaragoza de 1954) favorecieron ese desarrollo, que, inopinadamente se vio
truncado por la corriente minimalista que había empezado a insinuarse en
ciertos ambientes y que prevaleció en el aula conciliar al negar a la Virgen un
esquema propio (lo cuenta pormenorizadamente el mariólogo jesuita José Antonio
de Aldama en su valioso opúsculo De quæstione mariali in hodierna vita Ecclesiæ, publicado en Roma en 1964), cosa que el beato
Pablo VI intentó compensar con la declaración de María como Mater Ecclesiæ (que, de todos modos, no gustó a los minimalistas).
Hoy en día una noción falsa de ecumenismo constituye el principal obstáculo
para el avance de dichas doctrinas marianas, cosa que el venerable Pío XII, doctor Marialis, hubiera estado bien lejos de imaginar.
Texto corregido y aumentado, originalmente aparecido en el
blog "Temas de Historia de la Iglesia" de InfoCatólica y reproducido en la Enciclopedia Católica.
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