domingo, 13 de octubre de 2019



Ilustración : Enluminure du manuscrit ms fr 229, fol. 383,
© Bibliothèque Nationale de France

De todo lo dicho parece deducirse que aunque todos los templarios en general fueron acusados de delitos enormes e increíbles, el Papa en el concilio de Viena, lejos de apoyar la extinción de la Orden en estos crímenes, declaró que no podía fundarla en los procesos. Sin embargo S. S. tendría para determinarla causas sin duda poderosas y justas.
A primera vista parece que las acusaciones de que les hacían cargo eran absurdas, siendo difícil concebir que todos los individuos de una milicia religiosa fuesen a la vez ateos y hechiceros, que profanasen la imagen de Jesús crucificado, y que adorasen una cabeza de madera con una gran barba, con otras cosas tanto o más ridículas y criminales que éstas. Las confesiones que les arrancaron en la tortura no probarían otra cosa sino lo bárbaro que era el uso de la cuestión.
El procurador general de la Orden, el hermano Pedro de Bolonia, hizo presente en diferentes peticiones y memoriales que no era verosímil que los templarios renegasen de la religión en que habían nacido para adorar a un ídolo, en especial no obligándoles a ello ningún motivo de interés; aun, decía, era más increíble que los que se presentasen para entrar en la Orden no se horrorizaran al presenciar tan abominables misterios y no los revelasen. Hizo también presente que Felipe el Hermoso había prometido por escrito la libertad, la vida y buenas recompensas pecuniarias a los caballeros que voluntariamente se reconociesen culpados, y que a aquellos que no cedieron a las promesas, ni se asustaron de las amenazas, se les hizo padecer crueles tormentos. Añadía que quedaba justificado que habiendo caído enfermos muchos templarios en las cárceles, protestaron una y mil veces a la hora de su muerte, con señales indudables del más vivo y sincero arrepentimiento, que eran falsas las declaraciones que les habían exigido, y que sólo las habían hecho para libertarse del cruel trato que se les daba; que ninguno de los templarios presos en los demás reinos católicos, fuera de los estados en donde mandaba Felipe el Hermoso, habían declarado las abominaciones que en Francia se les imputaban, en donde, concluía, ya de antemano se había resuelto y preparado el perderlos con cuantos medios pudo inventar la fuerza y el engaño.
Hablando un historiador francés de este suceso dice:
"jamás creeré que un gran maestre y tantos caballeros, entre los cuales había algunos príncipes, todos ellos dignos del mayor respeto por su edad y grandes servicios, fuesen reos y autores de los absurdos y abominables delitos que les imputaban. No es posible que yo conciba que una orden entera de religiosos, renegase en Europa de la religión cristiana, por la cual combatía y derramaba su sangre en Asia y África, habiendo aun muchos de sus caballeros que gemían en duro cautiverio en poder de los turcos y árabes, prefiriendo más bien morir en aquellas mazmorras que renegar de su religión. Últimamente, añade, es difícil e imposible que deje de creer a más de ochenta caballeros que al morir ponen a Dios por testigo de su inocencia".
Millot, también francés, dice:
"que había fuertes razones para extinguir una Orden que se había hecho inútil a la iglesia, gravosa al público, peligrosa por su mucho poder y sus escándalos. Pero cuanto más justa era la causa en sí, continua este escritor, tanto más sorprende el modo como se hizo".
El presidente Henault, hablando de este suceso dice:
"que fue horroroso, ya apareciesen ciertos los delitos, ya fuesen supuestos".
Sus mayores crímenes fueron sin duda sus riquezas, su poder, una especie de independencia de todo gobierno, y algunas sediciones que habían excitado en Francia, con motivo de haber Felipe aumentado el valor nominal de la moneda, al mismo tiempo que disminuyó el intrínseco, mal aconsejado de Estevan Barbete, superintendente de las casas de moneda y hombre malvado, según nos lo pintan los escritores franceses, en cuya alteración de moneda habían los templarios perdido sumas considerables. Se les acusaba también de haber facilitado dinero a Bonifacio VIII cuando sus contestaciones con Felipe el Hermoso; y todos los historiadores convienen en que este monarca era implacable en sus venganzas. Feijoó acusa a este príncipe de muy avariento y de conciencia estragada; y el cardenal Baronio le llama impío A rege importuno, pariter ac impío.
Los mismos historiadores franceses, al paso que celebran la viveza de su ingenio, sus elevados pensamientos, la firmeza de su ánimo y su carácter franco y caballeresco, se ven precisados a confesar, por otra parte, su avaricia, su rigor que rayaba en crueldad, y el ilimitado poder que concedió a codiciosos e insolentes ministros. Una prueba incontestable del carácter arrojado y vengativo de aquel soberano la tenemos en sus escandalosas desavenencias con el papa Bonifacio VIII, odio que conservó aun después de la muerte, llegando hasta el extremo de querer que fuese condenada su memoria y quemados sus huesos.
"Y si a este monarca, dice Feijoó, no le faltaron cuarenta testigos todos contestes para calumniar tan atrozmente a un soberano pontífice, considérese si le faltarían hombres malvados para probar los delitos de los templarios por falsos que fuesen".
El abad Trithemio atribuye también su extinción al recelo con que los príncipes católicos, y principalmente Felipe el Hermoso, miraba el poder y riquezas de esta Orden.
Bossuet dice que los templarios fueron castigados con inaudita crueldad y añade, como hemos referido ya, que no sabe si hubo en este castigo más avaricia y venganza que justicia.
Defienden a más la inocencia de los templarios Juan Villani, el Bocaccio, San Antonino de Florencia, Papirio Mason, y otros muchos célebres historiadores. Nuestro Feijoó lo hace abiertamente, acriminando al rey de Francia, y respondiendo en cuanto a la autoridad del Papa y del concilio, que éste nada resolvió, y que el sumo Pontífice más bien intervino en su extinción como soberano que como juez, procediendo a ello tal vez por fuertes causas o motivos políticos que debía tener.
Mas a pesar de todo esto, es preciso también confesar que los templarios habían extremadamente degenerado de las virtudes de sus piadosos fundadores, y que los votos de pobreza, castidad y obediencia que hacían al entrar en la Orden no eran ya para muchos de ellos más que palabras vacías de sentido.
La disposición de Su Santidad, que, como hemos visto, mandaba que los bienes de los templarios pasaran a la orden de los caballeros de San Juan de Jerusalén o de Malta, no se cumplió en Francia sino en apariencia. Estos caballeros es verdad obtuvieron los beneficios, pero el rey se quedó con el dinero, que se dice ascendía a doscientas mil libras, cantidad exorbitante en aquellos tiempos. Su hijo Luis exigió todavía después sesenta mil libras más de los posesores de los bienes de los templarios, obligándoles últimamente a cederle los dos tercios del dinero de los templarios, los muebles de sus casas, los ornamentos de las iglesias, y todas las rentas vencidas desde el día 13 de octubre de 1307 hasta el año de 1314, época del suplicio de los últimos templarios.
Opinan también algunos historiadores que lo que acabó de determinar la extinción de los templarios fue la resistencia que éstos pusieron siempre que se trató de reunir las tres órdenes militares de San Juan de Jerusalén, Teutónica y del Temple. Esta incorporación se consideraba como el único medio de quitar la emulación y contiendas que hubo entre ellas; habiendo acudido varias veces a las armas unos contra otros con gran mortandad de los combatientes y grave escándalo de los verdaderos fieles, atribuyendo algunos autores a sus continuas enemistades las malas resultas que se experimentaron en las guerras que sostuvieron los cristianos en Oriente.
Intentó ya hacer esta reunión Gregorio X, en el concilio de León, y Nicolao IV después de la pérdida de San Juan de Acre, que se atribuyó a las disensiones que nuevamente se suscitaron entre los caballeros de las órdenes militares, pero no pudo verificarse. Más adelante Bonifacio VIII deseaba lo mismo, y tuvo que desistir también de su idea, como lo expuso el gran maestre que era entonces de los templarios, cuando Clemente V le consultó acerca el mismo proyecto. Este último Papa, con su total extinción obtuvo mucho más de lo que intentaron y no pudieron conseguir sus antecesores.
Creen otros, y no sin fundamento, que el empeño que manifestó el rey de Francia en destruir y aniquilar aquella Orden fue una causa poderosa, principalmente en aquéllos tiempos, para que el Papa, que entonces residía en Aviñon, ciudad de Francia, se acabase de resolver a extinguir esta religión caballeresca.
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