© Por Rodolfo Vargas Rubio*
El centésimo cuadragésimo cuarto aniversario del nacimiento de Eugenio Pacelli y el octogésimo primero de su elección como el papa Pío XII, es decir, el 2 de marzo de este año de gracia de 2020, ha quedado marcado por la anunciada y esperada desclasificación de todos los documentos relativos a su pontificado que se hallan en el Archivo Secreto Vaticano. Más de dieciséis millones de páginas han sido así puestas a la disposición de los estudiosos de todo el mundo, sin distinción de nacionalidad, credo o convicciones políticas (como debe ser cuando se habla del quehacer de los historiadores). No por esperada, la noticia ha dejado de suscitar polémica. Ya hay quienes –antes de haber examinado nada– prejuzgan sobre lo que “van a encontrar” en los archivos, es decir las “pruebas” de la supuesta “complicidad” de aquel a quien el inescrupuloso y tendencioso John Cornwell llamó “el Papa de Hitler” con el nazismo o, al menos, su pasividad frente al Holocausto. También están los que se frotan las manos satisfechos de pensar que la causa de beatificación y canonización de Pío XII ha quedado diferida ad kalendas græcas. En medio de tanta parcialidad emerge la voz de un venerable anciano de 97 años, que ha dedicado la mayor parte de su vida a estudiar la vida y reinado de Eugenio Pacelli: el R.P. Peter Gumpel, de la Compañía de Jesús, relator retirado de dicha causa. El Padre Gumpel, a quien nos preciamos y honramos en conocer personalmente, ha sido ponderado y prudentísimo (como suelen o solían serlo los hijos de san Ignacio de Loyola): ha venido a afirmar que la Iglesia no teme a la verdad histórica, con lo cual ha desdramatizado la iniciativa del papa Francisco. Pero también es verdad que el ilustre jesuita alemán no ve cómo ella podría detener un proceso que ha superado todos los estadios canónicos y se encuentra expedito para las comprobaciones finales (éstas ya de orden sobrenatural).
Conviene recordar el trámite que se observa en la causa de un candidato a los altares. Cuando muere una persona con fama de santidad, el ordinario del lugar del fallecimiento o de donde ha transcurrido una parte importante de su vida inicia el proceso ordinario mediante una encuesta diocesana, que tiene por objeto recopilar toda la información posible sobre ella. Si la investigación resulta satisfactoria, la causa se incoa en Roma, donde el Papa normalmente la aprueba, momento en el que el candidato a los altares pasa a llamarse Siervo de Dios, asignándosele un procurador y un relator ante la Congregación romana para las Causas de los Santos. El relator, después de un estudio profundo sobre el Siervo de Dios, debe redactar la positio, paso previo a la fase decisiva de la causa. La positio se ha de leer delante del Congreso Peculiar de Consultores Teólogos y de la Congregación Ordinaria de Cardenales y Obispos. Después de un dictamen favorable de ambas, el Papa normalmente firma el decreto de heroicidad de virtudes, que otorga al Siervo de Dios el título de Venerable. A partir de este momento son estudiados concienzudamente los milagros a él atribuidos: un primer milagro probado conduce a la beatificación (que implica la aprobación del culto particular del nuevo beato) y un segundo tiene como resultado la canonización (que constituye un pronunciamiento infalible del Magisterio y permite el culto del nuevo santo en la Iglesia universal).
Por lo que respecta a Pío XII, el proceso de su beatificación fue introducido –juntamente con el de su sucesor Juan XXIII– por Pablo VI, quien así lo anunció en su alocución del 18 de noviembre de 1965 a los Padres Conciliares en la penúltima sesión general del Concilio Vaticano II. Mientras la causa del papa Roncalli fue confiada a los franciscanos, la del papa Pacelli lo fue a los jesuitas, a cuya orden había manifestado una gran predilección (el P. Augustin Bea fue su confesor y el P. Robert Leiber, su secretario). El proceso, en este caso, competía incoarlo al Papa por ser los Sumos Pontífices obispos de Roma. Las circunstancias en las que Pablo VI introdujo las dos causas de sus predecesores al mismo tiempo fueron muy distintas. En el caso de Juan XXIII se trató de dar curso al deseo popular por honrar a alguien que gozaba de un unánime reconocimiento; en el de Pío XII hubo, en cambio, además el interés personal del que había sido su estrecho colaborador durante décadas, en un afán por reivindicar su memoria, ultrajada por una indigna pero efectiva campaña mediática suscitada por el estreno, en 1963, de la pieza teatral Die Stellvertreter (El Vicario) de Rolf Hochhuth. En ella se acusaba a Pacelli de haber guardado un silencio cómplice sobre el holocausto de los nazis contra los judíos, debido a una supuesta afinidad del Papa con la ideología hitleriana y a un inconfesable interés crematístico.
Pablo VI sabía que el camino de los altares no sería fácil para su venerado Pío XII después de haber sido abierta la caja de los truenos, sobre todo desde la literatura y el espectáculo, vehículos eficacísimos de propaganda, que ni las más rigurosas investigaciones ni la documentación mejor contrastada son capaces de depurar en el ánimo del público. Aun así quiso que no pudiera haber resquicio de duda sobre la actuación de su predecesor y ordenó que se desclasificaran y publicaran las actas y documentos de la Santa Sede correspondientes al período de la Segunda Guerra, tarea que confió a cuatro historiadores jesuitas: los Padres Angelo Martini, Burkhart Schneider, Robert A. Graham y Pierre Blet. Fue éste el comienzo de la apertura de los archivos secretos vaticanos relativos a Pío XII, que continuó bajo Juan Pablo II, prosiguió bajo Benedicto XVI y se acaba de completar por disposición de Francisco, en el afán de que se abra paso la verdad y prevalezca sobre la leyenda negra. Es significativo que en lo que ha emergido en estos más de cincuenta años de todo el caudal de documentación nada hay que incrimine a Pacelli. Ello no obstante, sus enemigos no cejan en su gratuita y vieja campaña de calumnia.
Pero hagamos un poco de Historia. Con motivo del cincuentenario de la muerte de Pío XII –solemnizado en la Basílica Vaticana por Benedicto XVI el 8 de octubre de 2008– comenzó a insistirse en la “necesidad” de desclasificar todos los archivos del pontificado pacelliano. El 2 de julio de 2009, Mons. Sergio Pagano, prefecto de los Archivos Secretos Vaticanos, anunció que los documentos relativos al pontificado de Pío XII no se podrían desclasificar, como mínimo, antes de cinco o seis años. El prelado dijo que una veintena de archivistas se hallan por entonces trabajando en los más de 15.000 lotes de material, constando de millones de páginas. La ingente documentación comprende no sólo las actas y los papeles de la secretaría de Estado y de los diferentes dicasterios de la Curia Romana, sino también los informes de las nunciaturas apostólicas. Debido a la norma –que data de Urbano VIII– de tratar sobre una sola cuestión en cada despacho, los archivos diplomáticos son particularmente voluminosos, aunque obviamente más fáciles de ordenar. Los correspondientes al período de la Segunda Guerra Mundial fueron, como ya se dijo, en parte, desclasificados y publicadas sus Actas y documentos hace algunas décadas por iniciativa de Pablo VI. Ya entonces se comprobó la enorme dificultad de avanzar en medio de una masa descoordinada de toda clase de carpetas y legajos. Pues bien, las previsiones de Mons. Pagano se quedaron cortas y han tenido que pasar no cinco o seis, sino casi once años desde sus declaraciones –y catorce de trabajo de los especialistas– para que finalmente los archivos se hayan hecho accesibles al público.
Pero lo que pocos saben es que existe también un importante fondo documental de propiedad de la Compañía de Jesús: el archivo personal del R.P. Robert Graham, S.I. (1912-1997), precisamente uno de los cuatro jesuitas a quienes encargó el papa Montini el trabajo al que nos acabamos de referir. El Padre Graham, gran defensor de la memoria de Pío XII, llegó a recopilar 25.000 documentos relativos al período bélico de su pontificado (1939-1945). Se corrió la voz de que el Prepósito General de la Compañía, R.P. Adolfo Nicolás, había autorizado su publicación, especie que fue desmentida públicamente el 24 de abril de 2009 por la Oficina de Prensa e Información de la Orden y por el Servicio Vaticano de Información. De lo que sí se trataba es de la luz verde a la catalogación y digitalización del archivo Graham, que en ningún caso se haría público antes que la Santa Sede hiciera lo propio con sus archivos secretos. Ahora, pues, queda pendiente la apertura de este fondo.
En los años del pontificado del papa Ratzinger –favorable a la beatificación de su sucesor– circularon insistentemente rumores sobre un largo aplazamiento de la causa de beatificación de Pío XII, alimentados por unas declaraciones del rabino ortodoxo David Rosen, director del Instituto Heilbrunn para el Entendimiento Interreligioso Internacional y destacado miembro del Comité para el Diálogo Interreligioso Judeo-Católico amén de caballero pontificio, el cual, a la salida de una audiencia papal en octubre de 2008 dijo a la prensa que un miembro de su delegación había pedido a Benedicto XVI no beatificar a Pío XII hasta que no se conocieran los archivos secretos de su reinado, a lo que el Santo Padre habría respondido que “se lo estaba pensando”. Pero todavía entonces el proceso de beatificación de Pacelli no se vinculaba necesariamente a la apertura de aquéllos. Es más: el 19 de diciembre de 2009, el papa Ratzinger firmaba el decreto de heroicidad de virtudes de Pacelli, declarándolo venerable. Fue, en cambio, Francisco quien, el 4 de marzo de 2019 (es decir, hace casi exactamente un año) anunció finalmente que se procedería a la desclasificación anticipando los plazos normales, que llegaban hasta el 2 de marzo último a la muerte de Pío XI (10 de febrero de 1939). Casi veinte años de pontificado de su sucesor (1939-1958) están ahora a disposición de los estudiosos. Ahora bien, ¿es normal que la causa de un Venerable se haga depender del dictamen de los historiadores? Si ello es así podemos, para decirlo coloquialmente, esperar sentados a ver a Pío XII convertido en beato. Pero, además, ¿con qué criterio se podría dar por válido y definitivo un veredicto histórico sobre este pontífice? Existen cuestiones históricas que llevan siglos discutiéndose (por ejemplo el tema de los Borgia) y hasta ahora no se ha dicho una palabra concluyente sobre ellas aunque se vaya afinando cada vez más el conocimiento de las mismas y los estudios más serios den al traste con la leyenda negra en torno a la dinastía más célebre y controvertida del Renacimiento. Y es que la Historia no es una ciencia exacta y está siempre sujeta a revisión. Pero los prejuicios fruto de la fantasía cuestan de desbaratar en el imaginario del vulgo.
En realidad, a la suposición de que no se pueda dar vía libre a la causa de beatificación de Pío XII hasta que no se estudien todos los archivos sobre su pontificado subyace un criterio más positivista que propiamente religioso. Para saber que una persona es santa basta averiguar que su vida ha sido ejemplar y que sus escritos –si los hay– no contienen cosas contrarias a la fe católica o escandalosas. Este es el trabajo que toca a la postulación de la causa. Una vez que un siervo de Dios ha sido declarado venerable (tras el proceso que ya hemos explicado), no son necesarias ulteriores investigaciones –pues se considera que el trabajo de la postulación de la causa es serio– y la declaración de su santidad depende ahora de los dos milagros requeridos a los que ya hicimos referencia y que no se consideran tales hasta que no se prueba que no hay una explicación natural de ellos. Mientras no haya milagro no avanza la causa. ¿Por qué no dejar, pues, que sea Dios quien se pronuncie sobre la santidad de Pío XII mediante el signo de su poder de intercesión ante Él?
Abrir los archivos del pontificado pacelliano puede ser, sin duda, muy útil para el estudio de la Historia y para una mejor comprensión del período más difícil del siglo XX, pero no creemos que haya sido necesario para esclarecer la santidad de Pío XII, de la que hubo convicción moral desde el momento mismo de su muerte e incluso antes. Cuatros papas del siglo XX ya han subido a los altares: Pío X (beatificado y canonizado precisamente por Eugenio Pacelli), Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II (canonizados por Francisco). Para ninguno de ellos se consideró necesaria la desclasificación de los archivos de su pontificado. Bastó la indudable fama de santidad en la que murieron y fueron tenidos y el normal trámite del proceso canónico. Prevalecieron los criterios religiosos, como debe ser. Pues, si se tuviera previamente que esclarecer ciertos “silencios”, ¿qué ocurre con el que rodeó a la persecución de la Iglesia en los países comunistas en virtud de la llamada Ôstpolitik vaticana? Se debería haber esperado entonces a desclasificar los archivos secretos de los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI antes de proceder a su beatificación y canonización; pero no fue así. También prevalecieron, por cierto, los criterios religiosos y no los políticos respecto a la causa de Pío IX (beatificado por Juan Pablo II), con la que se pretendió, sin éxito, obrar como con la de Pío XII. Sin embargo, la canonización del papa Mastai está detenida, pues no le perdonan la Quanta cura ni el Syllabus ni un supuesto –y nunca demostrado– antisemitismo.
Quizás este último dato nos dé la clave de lo que realmente hay detrás de los obstáculos puestos en el camino del papa Pacelli a los altares. Porque no sólo está la oposición de ciertos sectores oficiales (no todos) del mundo hebreo debido a la acusación –muy divulgada pero nunca probada– de complicidad pasiva en el Holocausto (lanzada curiosamente por Hochhuth: un alemán reconvertido hoy al revisionismo); está también la de todos aquellos que consideran a Pío XII como la encarnación de un modelo de Iglesia que rechazan (tridentina, triunfalista, monolítica e intolerante). Son los mismos que propugnan la hermenéutica de la ruptura denunciada en su día por Benedicto XVI. Constituyen el sector autodenominado “progresista” de la Iglesia y gozan de poder en la Curia Romana. Son los que intentaban sabotear las medidas del pontífice emérito, al que consideraban un retrógrado. Pacelli y Ratzinger son sus bêtes noires. Y si pudieran descanonizar al antimodernista san Pío X sin duda lo harían. Así pues, las razones por las que la causa de beatificación de Pío XII no avanza hay que buscarlas en prejuicios de orden político e ideológico.
Existe un hecho, sin embargo, que nos parece de enorme relevancia. A nuestro entender hay un testigo cualificado como ninguno a favor de la santidad de Eugenio Pacelli: su sucesor Pablo VI. Giovanni Battista Montini fue miembro de la Curia Romana desde 1924, en el que ingresó en la Secretaría de Estado como minutante. Desde 1930, año en el que el entonces cardenal Pacelli fue nombrado secretario de Estado por Pío XI, estuvo en contacto con aquél y la relación fue aún más estrecha desde que en 1937 Montini fue promovido a substituto de la Secretaría de Estado para los Asuntos Eclesiásricos Ordinarios y secretario de la Cifra. Cuando Pacelli se convirtió en papa, estuvo a las órdenes del cardenal Maglione y, a la muerte de éste en 1944, él y monseñor Domenico Tardini (el otro substituto, éste para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios) fueron los que despacharon directa y regularmente con Pío XII en calidad de substitutos. Monseñor Montini acompañó al Santo Padre en su salida del Vaticano para confortar a las víctimas del bombardeo sobre un barrio populoso de Roma y fue con la Madre Pascualina uno de los que más ayudó, por disposición de Pacelli, a las víctimas de la guerra. Cuando en 1954 fue a Milán como arzobispo había pasado 24 años de su vida cerca de Pío XII (con un trato constante y prácticamente diario durante la Segunda Guerra Mundial). De hecho, de él aprendió a ser papa.
Pues bien, si Montini hubiera tenido alguna duda sobre el comportamiento moral de Pío XII, sobre todo en la cuestión de sus supuestos “silencios”, ¿cómo es que se erigió en su ardiente defensor? Él, como ninguno, pudo saber por su asiduidad con Pío XII, si el Papa tenía su lado obscuro. Si así hubiera sido, habría corrido un tupido velo sobre su predecesor. Pero hizo todo lo contrario. Ya antes de entrar en el cónclave del que saldría elegido (época por la que estalló el escándalo de El Vicario) escribió un carta enérgica al diario inglés The Tablet defendiendo la memoria de Pacelli. Consideramos oportuno y necesario copiarla, pues es el mejor alegato a favor del calumniado Pacelli:
Señor Director:
He leído en el número de su apreciada revista The Tablet del día 11 de mayo de 1963 el artículo bajo el título “Pío XII y los Judíos” y me alegro por la defensa que en él se hace no sólo del papa Pío XII, de venerada memoria, y de la Santa Sede, sino también de la verdad histórica de los hechos y de la lógica, e incluso del sentido común.
No tengo intención de entrar a examinar la cuestión que ha suscitado el drama Der Stellvertreter de Rolf Hochhuth como autor y de Erwin Piscator como director, es decir si era deber del papa Pío XII condenar con protestas clamorosas y espectaculares las matanzas de judíos durante la última guerra. Habría mucho que decir al respecto, incluso después del artículo tan claro y probatorio de L’Osservatore Romano del 5 de abril ppdo., pues la tesis del drama, que el Sr. George Steiner pone en evidencia en The Sunday Times del 5 de mayo, o sea: “Somos cómplices de aquello que nos deja indiferentes”, no es en modo alguno aplicable a la persona y la obra de un pontífice como Pío XII. No sé cómo puede argumentarse a partir de una piza teatral una acusación semejante lanzada contra un papa que pudo decir de sí mismo con la conciencia tranquila: “No hubo esfuerzo que no hiciéramos, ni diligencia que descuidáramos para que las poblaciones no cayesen en los horrores de la deportación o del exilio; y, cuando la dura realidad acabó por defraudar nuestras más legítimas expectativas, pusimos todo en acción para atenuar al menos su rigor”.
La Historia, no la artificiosa manipulación de los hechos y su interpretación preconcebida tal como funcionan en Der Stellvertreter, reivindicará la verdad sobre la acción de Pío XII durante la última guerra frente a los excesos criminales del régimen nazi y demostrará en qué medida fue vigilante, asidua, desinteresada y valiente, en el contexto real de los hechos y de las condiciones de aquellos años.
Me parece un deber el contribuir al claro y honrado juicio de la realidad histórica, tan deformada por la pseudo-realidad representativa del drama teatral, haciendo notar que la figura de Pío XII, tal cual aparece en las escenas de Der Stellvertreter (por lo que dicen las recensiones de prensa), no traduce exactamente –es más: traiciona– su verdadero aspecto moral. Estoy en condiciones de afirmarlo por haber tenido la gran fortuna de poder estar junto a él y servirlo cada día durante su pontificado, a partir de 1937, cuando era todavía secretario de Estado, y hasta 1954 y, por lo tanto, durante todo el período de la segunda guerra mundial.
Es verdad que mis funciones junto al pontífice no estaban relacionadas propiamente con los asuntos políticos (“extraordinarios”, como los llama el lenguaje de la Curia Romana), pero la bondad del papa Pío XII y la misma naturaleza de mi servicio como substituto en la Secretaría de Estado, me daban la oportunidad de conocer cuál era el pensamiento, incluso el ánimo de aquel gran pontífice. La imagen de Pío XII tal como la presenta Hochhuth es falsa. No es, por ejemplo, de ningún modo verdad que fuera miedoso, ni por temperamento natural ni por la conciencia que tenía como hombre investido de un poder y una misión. Al respecto podría citar muchos detalles que mostrarían cómo Pío XII, bajo el aspecto grácil y gentil y con un lenguaje siempre cuidado y moderado, escondiera –y no pocas veces revelara– un temple noble y viril capaz de asumir posiciones de gran fortaleza y de intrépido riesgo.
No es verdad que fuese insensible ni que se aislara. Era, en cambio, de un alma delicadísima y sensibilísima. Amaba la soledad porque la riqueza de su espíritu y su extraordinaria capacidad de pensamiento y de trabajo procuraban justamente evitar inútiles distracciones y entretenimientos superfluos. No era, sin embargo, un extraño a la vida, un indiferente a las personas y a los acontecimientos que le rodeaban. Quería, al contrario, ser siempre informado de todo y participar –hasta el sufrimiento interior– en el devenir de la Historia, de la cual sentía que formaba parte. En este aspecto ha dado un valioso testimonio Su Excelencia Sir D’Arcy Osborne, entonces ministro de la Gran Bretaña ante la Santa Sede y obligado por la ocupación alemana de Roma a vivir confinado en la Ciudad del Vaticano. En el Times del pasado 20 de mayo escribió: "Pío XII ha sido la persona más profundamente humana, cordial, generosa, simpática y –digámoslo también– santa que he tenido el privilegio de conocer en el curso de mi larga vida”.
Tampoco responde a la verdad sostener que Pío XII hubiese sido guiado por cálculos oportunistas de política temporal. Igual de calumnioso sería atribuir a su persona y a su pontificado cualquier motivación de ¡utilidad económica!
Por cuál razón, entonces, Pío XII no asumió una posición de violento conflicto contra Hitler, evitando así que millones de judíos padeciesen la carnicería nazi, no es difícil de comprender a quien no cometa el error de Hochhuth de juzgar las posibilidades de una acción eficaz y responsable durante aquel período de guerra y de prepotencia nazi como si se hubiera estado bajo condiciones normales o, incluso, bajo las gratuitas e hipotéticas condiciones inventadas por el joven comediógrafo. Una actitud de condena y de protesta como la que reprocha al Papa no haber adoptado hubiera sido inútil y perjudicial: así de sencillo. La tesis de Die Stellvertreter muestra una insuficiente penetración psicológica, política e histórica de la realidad en el afán de revestirla de atractivo teatral.
Si, por hipótesis, Pío XII hubiera hecho lo que Hochhuth le recrimina haber omitido, se habrían desencadenado tales represalias y tal ruina que, al acabar la guerra, el mismo Hochhuth, con mejor valoración histórica, política y moral, habría podido escribir otro drama, mucho más realista e interesante que el que, tan diligente cuanto infelizmente ha puesto en escena, es decir el drama de Die Stellvertreter que, por exhibicionismo político o por negligencia psicológica, sería culpable de haber hecho desatarse sobre un mundo ya demasiado atormentado una mayor ruina en daño ya no propio, sino de innumerables víctimas inocentes.
No se puede jugar con estos temas ni con los personajes históricos que conocemos fantaseando en nombre de la creatividad de artistas de teatro insuficientemente dotados de discernimiento histórico y –Dios no lo permita– de honradez humana. Porque, de otra manera, en el caso que nos ocupa, el drama verdadero sería otro: el de quien intenta descargar sobre un papa extremadamente consciente de su propio deber y de la realidad histórica y, además, amigo fidelísimo pero imparcial del pueblo germánico, los horribles crímenes del nazismo alemán.
Pío XII tendrá, a pesar de todo, el mérito de haber sido un "Vicario" de Cristo que procuró cumplir valiente e íntegramente como pudo su misión. ¿Se podrá entonces atribuir a la cultura y al arte una injusticia teatral tal como "Die Stellvertreter"?
Con sincero respeto,
Su devotísimo
Giovanni Battista Card. MONTINI
Arzobispo de Milán
Ya papa, Pablo VI no sólo dispuso –como queda dicho líneas arriba– la publicación de las Actes et documents du Saint Siège rélatifs à la Seconde Guerre Mondiale y la incoación del proceso de beatificación de Pío XII en 1965, sino que no le ahorró elogios cada vez que tuvo ocasión (en su peregrinación a Tierra Santa, en el décimo aniversario de la muerte y el centenario del nacimiento de Eugenio Pacelli). ¿No basta esta conducta positiva de un papa (testigo, además, de primera mano) a favor de su predecesor para que se ahorre un tiempo de espera innecesario a un causa que ya está en la fase de los milagros? Por lo que a nosotros toca, no cesaremos de encomendar a la intercesión del venerable Pío XII nuestras más caras intenciones y recomendamos a todos hacerlo también, a fin de que se imponga la evidencia de la santidad de un papa por todos los conceptos extraordinario.
*Presidente del Sodalitas Internationalis Pastor Angelicus
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