Un conventillo porteño en 1871, el año de la epidemia de fiebre amarilla |
Por Roberto L. Elissalde *
El autor da cuenta aquí de los flagelos que asolaron la Ciudad a lo largo de los años, desde la colonia y hasta las famosas de cólera y fiebre amarilla en el siglo XIX.
Escribió el arcediano don Martín del Barco Centenera sobre aquellos días de la primera Buenos Aires de 1536: “Una pestilencia grande hubo venido/de que muchos Guaranís se murieron/que carne de cristianos han comido/la peste les sucede atribuyeron”. Así como pestes, sin precisar con exactitud de que se trataba, se describían enfermedades que por temporadas diezmaban la población local, de por sí exigua.
En 1588 apenas llevaba nuestra ciudad de la Trinidad ocho años de fundada cuando estalló la epidemia de viruela. Este mal llegó al año siguiente al Paraguay, repitiéndose allí en 1595 y 1599, dejando numerosos muertos, entre españoles peninsulares, criollos y nativos.
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El padre Tomás Field, un jesuita irlandés que estuvo durante varias décadas en Asunción, fue un abnegado servidor en la atención de los enfermos. Tucumán, Córdoba y Santiago del Estero sufrieron el mismo mal por esos años. La fiebre tifoidea se difundió con la expedición del adelantado Juan Ortiz de Zárate.
Los indios afirmaban que los males habían llegado con los conquistadores y siguieron pensándolo durante siglos. No olvidemos, aunque avancemos en varios siglos, aquello del Martín Fierro y la viruela en la toldería: “Había un gringuito cautivo/que siempre hablaba del barco/y lo augaron en un charco/por causante de la peste/tenía los ojos celestes/como potrillito zarco”.
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Estas muertes traían no pocos problemas a aquellos primeros habitantes, que para suplir la mano de obra de los trabajadores nativos solicitaron importar esclavos negros. Los estudiantes del seminario de los jesuitas en Córdoba fueron atacados por una epidemia de tifus entre 1607 y 1608; y tres años después una de viruela asoló la misma ciudad. Lo mismo pasó en Buenos Aires, en esos años, y hubo otra en 1621. Y en épocas de grandes secas solían darse estos males con cientos de muertos, incluyendo el ganado.
La primera epidemia importante de que tenemos noticias se presentó en la ciudad en 1717 causando grandes estragos, sobre todo entre negros e indígenas. Una junta de médicos, reunida a iniciativa del gobernador Zabala, estudió el asunto y declaró “que las enfermedades que comúnmente hoy están agravando el lugar parecen ser unas calenturas pútridas malignas, las cuales se demuestran por sus accidentes, precedidos de diferentes causas, sin participar por ningún modo, según el sentir de todos, de malignidad de peste”. Decía más adelante “que por lo que se ha experimentado en los principios, que el que ha sudado bien ha sido en breve sano”.
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La responsabilidad primaria caía en el Cabildo, que entendía que el problema de esos males era la pobreza de la población, pero después de sacar unos pesos de sus arcas, que no eran muchos, los mismos cabildantes salieron a pedir limosna por la ciudad. El Obispo Fajardo ordenó preces y oraciones, implorando a todos los santos y santas de Dios, incluyendo a Sabino y Bonifacio, patronos menores de Buenos Aires desde 1611, cuando habían sido nombrados por una tremenda invasión de ratas y hormigas.
En 1727 otra epidemia asoló estas tierras con gran número de víctimas. Las crónicas de la época indican que los cadáveres de los pobres y abandonados eran puestos sobre cueros o envueltos en trapos y llevados a enterrar arrastrados por caballos. Un hombre de inmensa caridad, don Juan Alonso González de Aragón, bisabuelo del general Manuel Belgrano, fundó la Hermandad de la Santa Caridad a fin de asistir y enterrar dignamente a los necesitados. Esta funcionó en la iglesia de San Miguel durante largos años y también sepultaba a los ajusticiados.
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Se sucedieron con cierta frecuencia las enfermedades y, preocupado por esto, el rey Carlos IV envió a todas sus posesiones de ultramar a su médico personal, el doctor Francisco Javier Balmis, a introducir e implantar la vacuna antivariólica descubierta por el inglés Jenner años antes y conocida en España en 1801. Lo cierto es que a nuestras tierras llegó a Montevideo en la fragata "La Rosa del Río", al mando del capitán Manuel José Díaz, en la que viajaba el portugués Antonio Machado Carvalho, que traía un cargamento de 38 negros y para no perder tan valiosa inversión los embarcó inoculados con el fluido. Así llegó a Buenos Aires la vacuna antivariólica.
El primero en aplicarla fue el presbítero Feliciano José Pueyrredon en su parroquia de San Pedro y Baradero (curiosamente hoy hay un enfermo de coronavirus en la primera de esas ciudades), y con tanto éxito que el 24 de julio de 1805 en el diario Semanario de Agricultura, Industria y Comercio se exaltó la labor del benemérito sacerdote. Otro miembro de la Iglesia, el canónigo Saturnino Segurola, fue un impulsor de la vacunación y a la sombra de un pacará que aún se conserva atendía en forma permanente.
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En el magnífico estudio "Buenos Aires, salud y delito", el doctor César García Belsunce publica una estadística de las múltiples epidemias que asolaron Buenos Aires entre 1800 y 1830. La viruela fue un flagelo en 1802, 1805, 1829 y en la campaña en 1810, 1819, 1822, 1829. Angina gangrenosa: 1802, 1803, 1815, 1816-1818 y la campaña en 1821. Disentería en 1810, 1811, 1812, 1824 y 1825. Sarampión en 1809. Tétano infantil en 1813. Tifus en 1827 y 1828. Erisipela en 1821.
Los médicos del Protomedicato informaban al gobierno apenas se dieron los primeros síntomas de la epidemia de anginas en 1816: “Ataca con particularidad a los niños de ambos sexos, comienza a ejercer sus estragos en esta ciudad y arrabales. Se presenta a veces con síntomas tan malignos que en pocas horas sofoca los enfermos y resintiéndose a los más poderosos auxilios del arte, lloran ya muchas familias la temprana pérdida de sus hijos”. Al mismo tiempo que recalcaban “las exhalaciones pútridas, animales muertos y otras basuras”.
Otras epidemias asolaron la ciudad, como el cólera en 1867, dejando muchos muertos, entre ellos al vicepresidente en ejercicio del Poder Ejecutivo, el doctor Marcos Paz, lo que obligó a Bartolomé Mitre a regresar del frente de la guerra en el Paraguay para reasumir el mando ya que no existía la ley de acefalía. A esta debemos agregar la de fiebre amarilla en 1871, que diezmó prácticamente la ciudad, ofreciendo sus vidas el doctor Francisco Javier Muñiz y el abogado José Roque Pérez, que estaba al frente de la Comisión que socorría a las víctimas, entre otras personalidades.
Hay mucho más para agregar pero vale pensar en aquellas épocas para tener todos responsabilidad ciudadana y para que, quienes dirigen nuestros destinos, a todo nivel, suspendan toda reunión innecesaria incluyendo casinos y otros lugares con las prevenciones del caso.
* Historiador. Vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación
Fuente: La Gaceta Mercantil
Reproducción gentilmente cedida por el autor
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